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derechos humanos de esposo. Permitaseme, por favor, que las venas de mi antebrazo apenas se hinchen y lo levanten a pulso, con vigor, osadía y protección. Atrevimiento. Juan Bautista. En el desierto, en la soledad -«la nada azul»- que se va llenando de hombres y mujeres, un enorme y cálido latido me llega de la multitud, un amplio movimiento a mi palabra. En la soledad el cuerpo vive con la caricia de la pura y fina llama de la venida de Dios. Predico «el agua». María Madgalena. Fuera de María, la madre de Jesús, probablemente nin– guna otra mujer de la Biblia más representada plásticamente que María Madgalena. Protagonista en varios de los más bellos y significativos pasajes de la vida de Cristo; seguidora de El desde Magdala, por Galilea, Samaria, Judea, hasta Jerusalén; ante la 622 cruz con las otras Marías; y primera entre las primeras al sepulcro con sus perfumes siempre, y la primera en el huerto– jardín, preguntando, desconcertada y reconociendo al Señor por voz que la nombra. Ante la cruz, el dolor de María, Madre de Jesús, es dolor absoluto, sin egoísmo alguno, de la Madre; el de Magdalena, es dolor egoísta, propio del enamoramiento. Uno y otro, amores incomparables. En todo caso, hay que resaltar en Magdalena el amor de Cristo por ella al convertirla y traerla a Sí. ¿Por qué en el Sunset Boulevard de la ciudad de Los Angeles, las huellas de los pies de las estrellas de Hollywodd en la acera sugiere los siete espíritus de María Magdalena?. Do– quiera se predique el Evangelio será recordada. Valga un apunte delineado lujosa y arbitrariamente sobre Jesús como visto por María Madgalena, según el poeta judeo– palestino Kailil Gibran. Cerca de un campo de trigo. Ritmo de andar y movimientos únicos. Cuchicheo de las esclavas. Leve saludo, no contestado al parecer. Reacción de despecho, irritación, por la indiferencia de El. Sueño inquieto y sobresaltado. A la sombra de un ciprés. Jesús visto como esculpido en piedra a modo de un Antioco. Pasea por el jardín. Estremeci– miento de Magdalena. Se viste con prendas de Damasco y san– dalias de oro. Va hacia El. ¿Atrae su soledad, su fragancia, su apostura, la luz de sus ojos?. ¡Buenos días!. Ella. ¡Buenos días, Miriam!, El. Me miró como nadie me miró. Me sentí tímida. ¿Vendrás a mi Casa?. El pregunta: ¿No estoy ya en tu casa?. No lo comprendí entonces. Ahora sí. Dije: ¿Quieres tomar pan y vino conmigo?. Respondía. - Sí, Miriam. Pero no ahora. Y sonrió. Soliloquio de Magdalena. Cuando dijo «¡no ahora!», «no
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