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lucha de mujeres sino de hombres forcejeantes en la oscuridad. Cualquiera que él fuese, la presión de su músculo era penetrante y fina. No se cruzó palabra entre nosotros, hasta el alborear. Una luz serena, ansiosa y vacilante iba rompiendo. Y yo le veía las largas alas grises. Su faz era tan hermosa como la mía. Y yo no le quería dejar hasta que me bendijese. Y me dice: ¡Yo te bendigo! Y los dos estábamos húmedos aún por el sudor. Hemos estado luchando en un combate de amor. Su bendición estalló en mí. Pasada la recia lucha, levanta sus alas y sonríe. Le dejo irse, luego de besarle la palma de la mano. Me dio un gran apretón. Entorné los ojos. Se había ido. Me llamó Israel: el prevaleciente. Job: Cada una de mis penas es una alabanza sin fin. -Añado: ¡Oh Dios, dame lágrimas y quítame la ira! Jonás: un vasto ser: la ballena, Usa. 620 Me sentí pesadísimo y cayendo. No me parecía un barco, sino solo un profundo hundimiento en algo mucho más grande que nunca había imaginado. El movimiento era amplio, ma– jestuoso. No necesité respirar. Sentía un curioso flujo, que me llevaba. Me iba resbalando por un túnel viscoso, mucilaginoso; y descansé. La primera cosa que percibí fue el olor; y la sen– sación de que, por todo aquello que me pasaba, podría hablar de los misterios del abismo. Me di cuenta de que estaba en el interior de una bestia. Me zarandeaba el agua; y el agua era viviente: llena de criaturas que venían del mismo elemento. Podía respirar, y lo que respiraba era el hálito y respiro de la criatura gigante que me rodeaba. Yo era parte de su alimento. Y a la vez, yo era parte de la Palabra de Dios, que incluyó todas las criaturas vivas en el mar, en el aire y en la tierra. La mayor creación de Dios, el mar del planeta tierra, me rodeaba. Y yo estaba dentro de esta colosal criatura. El aire apestaba a digestión plena; pero no consumía. Cuando el gran pez se erigió y emergió en la superficie y expelió su aliento y su vaharada dejó en el aire su vapor entre gigantescas y fragosas espumas, yo respiré también: escupí. La cara que me rodeaba era mía, por asombroso que ello fuera. Yo era como una cate– dral de limo, arquitecturada, fraguada por un Dios desconocido, soplando sobre el destino. La sangre de mis tímpanos cantaba le– jos, en el fondo del mar. No necesitaba bendecir mi soledad, que ningún hombre antes que yo había vivido. Yo llenaba el vientre del gran pez. Y una luz brillaba allí. Yo estaba habitando en un tabernáculo pequeño y perdido. Y la mano de Dios se movía en
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