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esnobismos e inexactitudes en que seguramente voy a incurrir. No importa. Estoy lleno de gozo inicial y de súbito afecto; y no es poco que una nación, una ciudad, una familia, una persona que visitamos nos produzca de inmediato tales sentimientos. Por iniciaciones de esta índole se engendra para toda la vida el más viril de los humanos sentimientos, que es la gratitud. Memoria, entendimiento y corazón me quedan implicados para siempre al pisar tierra americana. Ha sido una revelación sin ningún con– traste. Casi una idea pura. La razón de Norte América estaba ya en su aire. Sus enlaces con el mundo desembocan aquí como una consecuencia de claridad y de evidencia. Hay un ergo que orienta las premisas del mundo antiguo o nuevo hacia Estados Unidos. La dialéctica se vuelve platónica. REVIVISCENCJAS VIAJERAS San Patricio fue el primer edificio que identifiqué y en frente el Rockefeller Center. En un chaflán de la Time Square, el hotel que la American Express me había preparado. Aquella impresión de ra– cionabilidad que, desde el primer momento, he confesado recibir en Norte América me dominó desde entonces. Seguramente que por el peso de una tradición peliculesca y panfletaria, me sentía en una amable ciudad, regalo comprometido del cielo, ciudad libre, quizás libre por una libertad hacedera y efectiva, y sobre todo, por una libertad de leyenda mística, que es todavía mejor, y la única real sin dejar de ser, por sus rascacielos un corral de babeles. Llegamos sobre el aeropuerto de Nueva York, Idlewild. La proximidad de la tierra calienta nuestro corazón. Hemos venido viendo últimamente un paisaje perfecto de autopistas, casas de campo, pequeños jardines donde resalta el colorido violento de lonas y plástico de las piscinas, portables y no portables. Densas manadas de automóviles, siempre endomingados, se enloquecen ordenadamente por los caminos o se agrupan en los in– numerables apriscos de los aparcamientos. Todavía no se distinguen figuras humanas. Las pistas longitudinales y circulares del aeropuerto parecen ner– vios de vidrieras góticas. Un micrófono nos avisa que, debido al exceso de tráfico hay que esperar unos treinta minutos para hacer tiempo. Ya se sabe lo molesto que es ese volar inútil, hasta que le dan la entrada a un avión. La sugerencia de catástrofe en el último cuarto de hora, después de haber superado el viaje, son inevitables. También es entonces cuando el avión nuestra sus impaciencias con extraños estremecimientos, como si estuviera hecho sólo comodamente para volar a novecientos por hora y a una altura de doce mil metros. Sus enormes alas adquieren vaivén y oscilaciones de gaviotas. Por fin, parece picar un ángulo muy abierto y un leve rebote de los neumáticos del tren de aterrizaje nos trae la inefable emoción que justifica todo viaje aéreo: hemos tomado tierra. Mejor dicho: unos brazos mater- 60

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