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de estos Estado~ tiene que ser la religión. De otra manera no hay grandeza real auténtica. No hay personalidad ni vida dignas de renombre sin religión. Ni tierra, ni hombre, ni mujer sin religión. Por supuesto que no se refiere a un cristianismo bien configurado, ni siquiera en el campo poético, y, por eso mismo, exclusivo de alguien. Si en alguna parte se comenta y se vive ampliamente una pródiga y aberrante ex– plicación del principio «fuera de la Iglesia no hay salvación», ello ocurre en Estados Unidos, religioso y cultural, con variedad y frecuencia desconcer– tantes. Hay pluralismo incontable: cristianos y católicos anónimos, im– plícitos, supuestos, afines y no afiliados, y desde luego culturalmente inmer– sos en el ambiente y la atmósfera de los demás mejor definidos y catalogados. Sin embargo, ante esta cristiandad, no correctamente llamada «anónima», hay otra que engloba, de alguna manera, a toda la Iglesia «Cuerpo de Cristo», y que es vivida como «entusiasmo» y como «piedad». Más concretamente: la cristiandad solo existe allí donde la memoria, la idea de Jesucristo es activa en la teoria y en la práctica, y laborando como en el inconsciente, algo así como su vivencia de la libertad. Esta ortodoxia y ortopraxis, paladinamente, no siempre son vividas en sus valores indiscutibles. Jesús, en algunos de sus aspectos y en cualquiera de ellos, es patrimonio de la mente y de la vida universal, además de serlo, por esencia y derecho propios, de lo divino. Por lo demás goza de atributos e incidencias providenciales, históricas, y de comentarios reflorecidos en las artes, en la narrativa e imaginación de cualquier hombre, a la vez que man– tiene en cada dimensión una especie de «extranjería», de especial inapren– siblidad que se abre a horizontes sin fronteras. De ahí que, en Estados Unidos, por sus circunstancias, propias y características, como lo multina– cional y lo multicultural, se observen, estudien y reciban categoría de cultos las prospecciones y contemplaciones de Cristo. Basta recordar algunas, ob– viamente apoyadas en gestos y actitudes y de toda índole. Desde el principio de los siglos cristianos hubo cristiandad judía y Cris– tiandad, gentil y helenístico-romana, y en su seno no dejaron de palpitar herejes. El proceso de su Iglesia, con mayúscula, se acerca a sus dos milenios, con muy varia fortuna y supremo interés humano, espiritual, cultural y ético a través de todas las edades después de Cristo. Las configuraciones de las presencias de Cristo son inagotables y todas de manera fundamental. Basta traer sucintamente al pensamiento: la primitiva de catacumba, y oriental helena-romana, y la actual ecuménica. Ahí todavía brillan, la sucesivamente románica, bizantina medieval y renacentista hasta la imagen del «bello y buen Dios» de Chartres; la del «solemne sufridor», de Veláz– quez; la del «extático espirituado», del Greco; el dramático barroco: los llamados de Santo Tomás o de San Francisco. Y en fin, por seguir con la 610

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