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Porque lo más sutil de nuestras actuales transformaciones religiosas cristianas es enaltecer hasta la sacralización los llamados valores humanos, económicos, «corporales» y «terrenos,» por seguir usando una ter– minología milenaria que los califica de «vanidad de vanidades;» y, por otra parte, acercar, encarnar y diluir en el vivir y acontecer secularizado de la persona humana, todo lo sagrado, lo «celestial» y «las cosas de arriba,» de suerte que corren el peligro de resolverse en mera contingencia de una aven– tura progresiva desarrollista. Aceptado el hecho de su significación positiva, hemos de agradecer a la Providencia esta «coyuntura» de seguir moviéndonos por el camino de la perfección hasta la configuración íntegra del hombre con el Hijo del Hom– bre, el Hijo de Dios: Jesucristo. Por este proceso podemos seguir siendo cristianos. Como en toda cuestión de valores, absolutos o relativos, el tema es la plenitud y la armonía paulinas, o, sencillamente, el orden agustiniano de la Ciudad de Dios, que impera sobre las dos y demás ciudades. En resumidas cuentas, es el tema del hombre. Esa armonía y plenitud no se logran de la noche a la mañana por simple yuxtaposición de valores divinos y humanos, por el ordenamiento de dos ascéticas y místicas, unas que van y otras que advienen, ni se superan por dos órdenes cristianos, uno tradi– cional y otro progresista, ni por dos religiosidades y sacerdocios, precon– ciliares o posconciliares; distinciones relativas y efímeras, ya que, por im– placables y absorventes que sean los «momentos estelares,» todavía persiste la exigencia de la claridad, de la sabiduría, del sentido común, del número de oro y del canon por parte de la gente que ansía la paz, el camino, la ver– dad y la vida; toda la Vida. No es en vano que este desvelo nos sobrevenga al contemplar el «sueño americano ... » Los maestros de la espiritualidad han concebido y descrito la vida espiritual como un arte o al menos como una artesanía, para esculpirse a sí mismo y situarse dinámicamente en un paisaje que cada uno se construye con los colores, líneas y galas que le proporciona la Gracia de Dios, dadora de luz, de sosiego creador y de ímpetus hacia la eternidad. No es extraño que el cristiano se nos vaya por su propio paisaje. Se nos comenzó a ir desde el bautismo a un reino infantil y divino, pero lleno de gravedad, de ángeles buenos y malos. El rezar, el conversar con los invisibles, el ir descubriendo el bien y el mal, la contemplación asidua de objetos simbólicos, de cruces e imágenes familiares y misteriosas, la revelación súbita del contacto y del adentramiento de Dios en la Primera Comunión no son, con ser tan impor– tantes, más que los principios de una fuerza lanzada hacia lo eterno, a un más allá seductor y obligatorio. Luego, la convivencia y batalla de «espíritu y carne,» prolongadas de diferentes maneras a lo largo de la vida, y el siempre renovado planteamien– to de creencias y racionalismos y confesiones sitúan al cristiano más allá de lo que solemos llamar cultura y civilización. Por si esto fuera poco, brota de lo más abismático de su ser y asciende hasta las cumbres de sus sueños un in– menso halo dantesco de espirales y círculos que le ponen a punto de 56

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