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naturales de lberoamérica, no siempre en forma humana y razonable, y también por la actitud displicente y de superioridad de muchos americanos de lengua inglesa. De todos modos, es evidente el hecho de la adopción de multitud de cosas y de costumbres de los Estados Unidos en Iberoamérica: anglicismos, industralización, propaganda, mass media, juegos, edificación, diversión y consumismo. En suma: Iberoamérica ha sido invadida por el progreso material de los Estados Unidos, aunque no influida socialmente por las ideas democráticas y de cooperación ciudadana características de este país. España tiene serios motivos para estar en la memoria y en el alma de los norteamericanos, al rebasar los doscientos años de su América indepen– diente, con cuyo nombre de escultura perfecta ellos gustan llamarse, más que Nación Estadounidense o Norteamérica, nombre que se apropian con riesgo de latrocinio o acaparamiento, ante los otros buenos americanos del Centro, del Sur y del más Norte, cosa que tienta a pensar en una seducción de hermosura, de amor y de espíritu competitivo. Algo de todo esto hay cuando hablan oficialmente de «herencia hispana», igual que hablan de la herencia patrimonial anglosajona, yanqui y sudista. En su «independencia» España anduvo, con Gálvez y sus huestes; y no faltó en la primera guerra victoriosa de los Estados Unidos, la que les dio «el primer regusto de im– perio», al vencer en la guerra Americano-Cubana-Española, en la que algunos de ellos reconocen sordideces acostumbradas en batallas de diplomacia y poder. Doscientos años de crecimiento norteamericano coin– ciden apenas con el largo declive de la épica y castellana grandeza de con– sunción, de leyendas negras y de purificaciones cruentas para la per– durabilidad, si no para la renovación. Pero quizá por eso mismo las gentes de norteamérica, por ese contraste se presuponen, presienten, se respetan, se temen y se aman en sus recíprocas e inconfesadas seducciones. La simple comparación con otras simpatías que norteamericanos y espafloles puedan tener con otros mundos, como el italiano, francés, escan– dinavo o germánico, el oriental o el mediterráneo, y naturalmente el británico, no alcanzan los matices de lo yanqui y lo español. Al fin y al cabo esta simpatía y confluencia es cuestión de sangre, amor y cultura, que seguirán incrementándose en generaciones inmediatas. 561
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