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«El que siembra su maíz que se coma su pino!». El hecho espiritual y cristiano es que el cubano no se diluye en los nuevos ambientes, incluso aunque los domine; no se deprime tampoco en ese aislamiento que su comunicabilidad hace imposible; no renuncia ni a la felicidad ni al triunfo; se sabe siempre redimible y amable, porque su carácter primordial es el afectivo, condición que hace tan entrañables y distintas sus maneras religiosas y sus devociones. No es por casualidad que en el principio y en la organización del espectáculo «Añorada Cuba» ha estado un sacerdote: el Padre Chabebe, libanés-cubano. Es que la vida religiosa alcanza todas las manifestaciones del alma individual y del alma de un pueblo, y en las ocasiones en que esa alma o ese pueblo se encuentra en un trance excepcional, el sentido religioso, católico, divino se apodera de todas las expresiones humanas, in– cluidas las aparentemente más profanas, y las eleva a la categoría de arte, de sensibilidad social, política y patriótica y hasta, diríamos, de rito religioso. Tal es el caso de «Añorada Cuba». Una familia americana, de tantas como hay llenas de bondad para con los cubanos, preguntaba en la octava representación del espectáculo que era eso de «añorada». Todos sabemos cuán difíciles son de traducir estas palabras entrañables, que no son solo un vocablo, sino un especial conocimiento, una experiencia irreproducible y un afecto incomunicable. Sin embargo, también los americanos saben lo que es su «home sickness». Culturalmente todos tenemos el universal vocablo griego «nostalgia)) que implica conocimiento de identificación, visión amorosa y un poco triste y, sobre todo, amor que tiene memoria y per– manece fiel. Pero el «Añorada Cuba» supera todo esto. No trata de un festival folclórico, aunque así modestamente se anuncie. No es, ni apro– ximadamente siquiera, un rato musical dedicado a la melancolía dulce de rememorar y revivir tiempos pasados y paisajes próximos y al mismo tiem– po inasequibles de momento. Cuba está ahí, a la vuelta del mar y del sol de la Fiorida. No se intenta tampoco asombrar a nadie con la fulgurante brillantez colorista y rítmica de canciones y música que son celebradas por la redondez de la tierra. Basta ver a los cubanos y cubanas que intervienen en el festival o que acuden a presenciarlo para darse cuenta enseguida de que todas estas actitudes están superadas. Ciertamente hay emoción contenida, junto con la embriaguez ante la presencia de algo absolutamente bello y dinámico, y -¿como no?- en cada corazón cubano surgen la alegría entrecortada, la esperanza difícil y el amor a la tierra, amor que ahora parece en suspenso y por eso mismo más acendrado. La verdad más profunda es que uno vive uno de esos momentos en que el esplendor de lo religioso, después de haber saturado el arte y el sentimiento popular, se nos hace visible con una especial hermosura que nos purifica y nos hace felices y mejores. Y cosa digna de notarse: ni esta 537
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