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que romana. Reclamaba, a la vez, la conveniencia de colaboración y com– prensión interreligiosa con los protestantes. Por otra parte, Ricardo de Ro– jas, en su «Cristo invisible» exponía otra dimensión de la figura de Cristo, al recordar una imagen de Cristo «peruano», con su barba compuesta y su bigote lacio en las comisuras de sus labios. «Tenemos un Cristo Inca. Después de cinco siglos, el hombre de América llegó a Belén». El catolicismo hispano, según el referido autor, ha pasado directamente de la estética a la religión, salvando de un brinco la ética. El «Cristo Tangerino» y la religión que ha crecido en torno a él tienen ciertamente valores estéticos y religiosos. Pero unos y otros no son éticos. Y cita, como ejemplo de esta trasmutación, nada menos que la Semana Santa de Sevilla. Y he aquí su desaforada descripción de este Cristo que vino a América. Este Cristo es tragedia e inmortalidad, hasta llegar al Cristo de la iglesia de las Clarisas, en Palencia, el Cristo «unamuniano», si Don Miguel no hubiera escrito también «El Cristo de Veláz– quez». Cristo que espera la nada; Cristo sin vida siempre, Cristo que ni se encarnó en carne viva, sino en tierra, tierra. ¡Oh, Tú Cristo del cielo, redímenos de este Cristo de la tierra! Sobrecogen tales expresiones atroces y líricas; pero hay que reconocer que el Cristo «locura y escándalo» paulino, sigue siéndolo hoy. Cristo Cruz, centro del aparente culto de la muerte, de la Pasión, y de las pasiones de España y América. De esta manera ocurre un Cristo «criollo» de la España Ibérica y de las Españas de América, incluida la del Norte. La expresión argentina «es un pobre Cristo», refiriéndose a un desgraciado es la contrapartida del pobre en la India, donde el pobre es el símbolo de la fortaleza espiritual, como sucede de manera sublimada en las órdenes mendicantes y en los ligados con el voto de pobreza. Es el Cristo arquetipo de mendigos, rey de los parias, pisoteado, compendio de miserias e indignidades, cual gusano profético. El mismo Rubén Darío narra cómo los niños de su país, correteando entre las procesiones del Santo Sepulcro, decían alegremente: ¡Dios ha muerto!. Y recuerda lo que le decía su abuela por la fiesta de la Santa Cruz: Vete de aquí, Satanás, que en mí parte no tendrás; porque el día de la Cruz dije mil veces ¡Jesús!. La insistencia cristiana en el Cristo Doliente, para librepensadores suramericanos, es catarsis y válvula de escape o alienación de sus decep– ciones políticas, sociales y personales. Así puede verse también su precedente el Cristo Tangerino o Ibérico, aunque queda por determinar en qué grado es idéntico o diferente del Cristo «criollo». También pudiera in- 520

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