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unión, sus alardes vistosos en los bautizos, primeras comuniones, bodas y velorios, y les oyen exponer sus problemas doctrinales y con más frecuencia, morales, sacan una consecuencia definitoria: El catolicismo de estas gentes es «emocional». He ahí la palabra que fija su concepto de la piedad latinoamericana. El sentido de esa palabra va desde la turbulencia física y bulliciosa hasta la afectividad y el trance, pasando por la actitud impulsiva, sentimental, apasionada, fugaz y, desde luego, inconsecuente. La inconse– cuencia la deducen del hecho que esos rectores de almas contemplan con desaliento y cierta perplejidad: cómo puede compaginarse todo este acervo emocional, tan vivo y profundo, con la irregularidad de los latinos en la asistencia a la misa dominical, al cumplimiento del precepto pascual, con la situación equívoca de sus enlaces matrimoniales y sentimentales, su nivel in– seguro de cultura y educación religiosas, la informalidad, diríamos fiscal, con la Iglesia y el Estado y la baja valoración de las responsabilidades colec– tivas religiosas. Este carácter emocional de la religiosidacl latina, que tantos americanos cotejan con su sentido de la ley, su ordenancismo, el rigor y la ejemplaridad familiar que su catolicismo minoritario les ha impuesto siempre en su sociedad históricamente ecuménica, invade y colora cuanto contemplan en la espiritualidad latina desde el sur de Río Grande hasta la Patagonia, y, al otro lado del Atlántico, en Andalucía y Sicilia. El fervor en los sentimien– tos, en las más variadas devociones y advocaciones, en el culto, en la liturgia popular, y en las procesiones, resulta siempre algo hiperbólico para los yan– quis. Sin embargo, no son pocos entre ellos :os que llegan a valorar y saborear esa «emoción», y hasta la veneran discretamente, siguiera como folclore, sentimentalidad envidiable, que hacen la vida más enjundiosa y sápida, frente a cierta insipidez formalista, que el latino suele atribuir, por contrapartida, a cualquier exhibición del vecino del Norte. No faltan quienes ensalzan el pintoresquismo, la alegría paganizante y las ruidosas in– consecuencias del ritmo espiritual del Caribe o del Brasil, hasta aceptar el elemento que el anglosajón más detesta: el supersticioso. Más he ahí que, por este proceso de contrastes, de simpatía y de repul– siones, de curiosidad, se llega a la investigación seria, a cierto ecumenismo de arte, de cultura y de religión que nos parece planea ya sobre los catolicismos americanos. Al fin y al cabo, entre tan hermosas y controver– tibles diferencias se manifiesta la riqueza de esos tres elementos de glorificación de lo divino y de lo humano: la Fe, los Sacramentos y la Com– unicación. AFRICANIDAD En un viejo libro que lleva el título intrigante de «el Otro Cristo Hispano», de John A. Mackay, Nueva York, 1932, y que añade la adverten- 517
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