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confortador: el encuentro con la sencillez. Mientras procura reparar una avería del coche, recibe la presencia y ayuda campesinas castellanas. Son las atenciones corteses de un pastor de cabras abulense, de los que aún quedan. Uno de esos hombres esculpidos al sol y los hielos de la altiplanicie, lleno de discreción madura y espontánea, sabio en refranes, como otros en libros, sólidamente asentado en la piedra, en la grama y en las nubes. Fluyen de él serenidad, paz y sonrisa secas. Parece árido, impasible. Muestra como que está de vuelta de todo, sin desdén de las gentes, sofisticadas y sofocadas por la dispersión entre demasiadas cosas útiles y bellas, que él admira más que nadie sin fatuidad. Le queda el encanto del aplomo saludable de vivir y morir. Quizá, es un simple cristiano viejo del que emana algo muy antiguo, muy moderno y hasta futuro, como si estuviera siempre a punto de irse para siempre, sin perderse, de cualquier paisaje mental o corporal. Por extraño que parezca, es el tipo que el alma americana auténtica admiraría más. Siempre hay alguien en la ciudad yanqui que recuerda a ese pastor celtibérico. Es extraño. Algo vale por todo y nos llama hacia las cumbres de Gredos. Es la mística espontánea de la evidente religión de la naturaleza hacia Dios y los hombres. Pudiera ser el espíritu de ese bello animal que se llama «capra hispánica». En el Ritz de Madrid la ponderada hidalguía española se pone de manifiesto como más liberal, de ordinario, para con el extraño, que para el propio. Dos muchachas americanas, «hippies», zurriosas, ingenuas, avan– zan tímidas hacia el conserje y piden habitación. No hay habitación. ¿Cuán– to dinero tienen? Cuarenta y cinco dólares. Solo hay una habitación recién libre. Se la van a enseñar. Entran en un refinada «suite» que el Príncipe Rainiero y la Princesa Grace acaban de dejar. Son tratadas a cuerpo de rey. Algún día se lo contarán a sus nietas. ¿Por qué hacen esto los españoles? Porque al español le gusta ser útil y ayudar. De ello se gloría, y no espera nada y termina el reportero: «Esta clase de gente es la mía, la que a mí me gusta)). Estos pensamientos bullen cerca de Avila, «ciudad española, la más cerca del cielo -3693 pies de altitud-- esencia de Castilla, espíritu vivo». Es factible a la vez percibir el cálido olor de la sopa de ajo y empare– jarlo en este ambiente con el recuerdo de la herencia hispano-americana. No son términos irreconciliables para el yanqui: su visión de Avila, la sopa de ajo, la mística y el producto bruto. Los curiosos yanquis aprecian que las mujeres de esta región son «honestas y discretas», de dulce y elegante ex– presión. No hay provocación ni en vestidos ni en gestos. Teresa, nacida aquí, rebasó a las mujeres liberadas. Mística, poetisa y escritora conoció a los 52 años a un joven y menudo sacerdote, Juan de Yepes y Alvarez, San Juan de la Cruz, también poeta. Formaron una pareja que renovó la iglesia y sus Ordenes. El americano medio vive la persuasión de que una economía sólida 505

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