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oficial y profesionalmente más conservadores y oficiales, dentro y fuera de la comunidad civil o religiosa. El hippismo representó una versión secular del requerimiento histórico americano por la exigencia de una fe que reconforte, caliente el corazón; una religión que uno pueda experimentar en lo hondo y comunicarla inten– samente. Los «love-ins» son nuestro equivalente del siglo XX de aquellas reuniones de campales de los Metodistas del siglo XIX, con el mismo fervor e idéntica sed de Dios: Dios que habla a través de emociones y no solo por anagramas de doctrina. Por supuesto su evangelismo difiere bastante en su forma; pero el contenido era lo más importante para los renovadores «revivalistas», pues «lo que cuenta es el espíritu». El hippismo dio señales de un cierto movimiento religioso, como las dio en todos los aspectos de la vida norteamericana. Tuvo sus heraldos de Dios, sus sitios sagrados y sus aparatosos conversos. Haightt- Ashbury, en San Francisco, era su ciudad santa y lugar de peregrinaciones. Y aún se siguen mostrando en centros ecuménicos de cultos no bien determinados. Nunca buscaron la clandestinidad ni el exoterismo. Su aire religioso, más o menos vaporoso nunca estuvo en el «underground», como movimiento clandestino, subterráneo. Se exhiben doquiera: en parques, plazas, avenidas, acariciando los caballos de la policía y coronando de narcisos los carros de las patrullas policiales. En un día de Pascua tuvieron un «!ove-in», en el Central Park de Nueva York, que decian estaba más próximo al espíritu de la Pascua que el desfile de delante de la catedral de San Patricio. Un beatífico participante dijo a un mirón: «Jesús estaba aquí esta mañana y también estaba Buda». A diferencia de los rebeldes de la generación pasada hace poco, los hippies no son ateos. Quizá si lo fueran, serían más fácilmente preteridos o inadver– tidos. Pero hacen ostentación de proclamarse religiosos y merecen la aten– ción de los teólogos, cuyos estudios han promovido. Hasta existen liturgias y comentarios del evangelio del día para ellos. He aquí unas observaciones. Los hippies representan la primera generación de americanos que no necesitan trabajar para vivir. Han rebasado o han tocado el fondo de la llamada ética protestante, según la cual sin trabajo la vida no tiene sentido. Ahora bien si el trabajo ya no tiene sentido, ¿qué hay?. Para los hippies las respuestas son varias: pintar, meditar, hacer el amor, fumar narcóticos o drogas, bailar con la música más estruendosa y rítmica posible o, por el con– trario, adormecedora con el punteo de la guitarra y suspiros de la ocarina, llegar a conocerse y realizarse a sí mismos, o ejecutar faenas hortícolas, manuales y artesanales que recuerdan las labores de «los padres del yermo». Es para sentirse desorientado en los varios sentidos de la palabra, por el hecho no raro de simultanear a Cristo y a Buda, precisamente en una época en que se declara, en el acontecer occidental, la muerte de los dioses. Una de las explicaciones aducidas es que esta sociedad altamente industrializada con su bienestar y consumismo materialista es la que incita a una 498
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