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escuchado los versículos de San Mateo sobre el seguimiento de Cristo, su cruz, la abnegación, las paradojas bienaventuradas, las aves del cielo, las flores del campo y el Reino de Dios. Por estas calles y viales, San Francisco se oyó llamar «rey de la juventud» y «loco»; mientras él, caído en un ba– rrizal de nieve, se presentaba como «Heraldo del Gran Rey», y denunciaba: «¡El Amor no es amado!». Los pobres de dinero y de espíritu, los jóvenes de alma intemporal, los artistas, los escritores, los poetas y los cineastas, como Zeffirelli, saben que San Francisco anda por las calles y senderos del mundo difundiendo su extraña «revolución de la bondad y de la pobreza». Revolución que, más bien, es la pura lógica del Evangelio y la intuición de la palabra y presencia divinas de Jesús. San Francisco abrió caminos de inmersión en la naturaleza y en la poesía sin dejarse poseer por el paisaje, por el sentimiento o por la imagina– ción; aunque él haya sido uno de los grandes promotores de tales fuerzas; sino partiendo de Dios, de su Cristo y del hombre. Su «Cántico de las Criaturas» es el derramamiento de la alegría y del encanto de Dios sobre sus creaciones. Un alma gemela fue iniciada por él y le acompañó en esta empresa a lo divino. Fue Santa Clara de Asís. Esta idea, de tácita inspiración por parte de Santa Clara, parece haber movido a Zeffirelli para realizar su película «Hermano Sol, Hermana Luna». Más que la biografía del Santo, presenta este filme la etapa juvenil de una de las parejas más bellas y transfor– mativas, Francisco y Clara de Asís, unidos -y separados- por el amor a Dios. Ahora los volvemos a ver en las presencias cinematográficas de Graham Faulkner, ventidós años, y de Judi Bowker, de dieciséis. No sin perspicacia, comentaba un lector de vidas seráficas: - Yo creo que lo más franciscano que ha habido es el silencio y la distancia que, una vez consagrada a Dios observaba Santa Clara respecto a su conciudadano y predicador juvenil San Fran– cisco. Su entrega a Cristo fue pura soledad. Desde luego, la gente, puede seguir diciendo que ésto es medieval y descarnado. Pero ¿quién sabe dónde empiezan con exactitud el amor y la vida? Un modesto tendero confiesa su afición a San Francisco porque le gusta ver la imagen de éste junto a la alberca de su jardín, con lobo, cone– jos, palomas y gorriones. Estos últimos son, frecuentemente de verdad. Lo que se vende en la tienda son remedios de herbolario y semillas para echar a los pájaros. Justifica así a San Francisco: -Se le ve «cristiano» de verdad. Respeta y ama las bondades de todas las criaturas que componemos el mundo, incluyendo las irracionales e insensibles, como las alondras y las piedras. El cordón de San Francisco debiera atar la bola de nuestra tierra 489
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