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más que un mero acontecimiento biológico. Los padres están llamados a procurar el ambiente cálido de afecto que los hijos necesitan para su desarrollo. Pero, sobre todo, la madre y El hi– jo que gozan durante la gestación, y primeros años de su vida, del afecto maternal, tienen mucho adelantado en orden a un equilibrio síquico. El plan de Dios es maravillosamente unitario: toda relación corporal debe ser expresiva, y al mismo tiempo creativa de la correspondiente relación espiritual. La esplendidez del misterio de la Encarnación y el de la maternidad humano-divina de María incide en la Navidad norteamericana, hasta poner en vilo el instinto de comercio, fantasía, técnica y juguetería de estas gentes. El tema del hombre de hoy es su adultez, madurez en hombres y mu– jeres, serenidad. María, evangélicamente junto con su Hijo, es plenitud de belleza y madurez en la vivencia de su fe y sus anécdotas eximias. Y hay que preguntarse: ¿Hasta qué punto nuestro horizonte consciente debe estar dominado por el pensamiento explícito de María? La medida depende de personas y de los matices de la vocación cristiana de cada uno. Hay veces en que «comprendemos» mejor a Dios y sus cosas, pensando expresamente en María. De la misma manera que barruntamos algo de la limpidez del ser divino, mirándonos en los ojos inocentes de un niño, comprenderemos que Dios es Señor, contemplando la entrega total, sencilla y llena de amore del «Fiat» de la Virgen. Tal vez comprendamos un poco mejor cómo se unen en la fe la firmeza y la oscuridad, si tenemos presente a María, que no vaciló nunca en su adhesión a la Palabra de Dios, aunque ello significara adentrarse por nuevos vericuetos inexplorados. Mirar la sencillez de María desharía muchas dobleces en nuestro corazón; rumiar su entrega a los caminos de Dios traería a nuestro ser la confianza en quien viste los lirios del campo. El católico norteamericano sabe por su experiencia ética y cultural que la devoción a la Madre de Dios no es «infantilizante,» sino que se convierte en amable y seria responsabilidad, tal como le ocurre con su adhesión a la Ig– lesia. Iglesia y María son contrapartidas de Cristo, el Señor y Dios: Como María, la Iglesia debe concentrar virginalmente todos los recursos de su amor en Cristo Jesús; pero se trata de una virginidad fecunda. Quienes cooperan a la regeneración de los hombres deben estar animados del «amor maternal» de la Virgen María. Devoción, pues, que no se limita a gozar de la protección de la madre, sino que se hace responsable del nací- 47

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