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en el Pobrecillo de Asis como fundador de las órdenes franciscanas, como protagonista, con sus compafieros, de las escenas de Las Florecillas. Su ima– gen es frecuente en Estados Unidos, donde es vista al aire libre en plazas, patios, huertos y jardines de casas particulares, escoltada por palomas, lobos y corderos. El problema de los hippies comienza con la misma palabra «hippy» nueva en todos los léxicos y que habrá de nacionalizar en cada pais con la conformación consiguiente. Significa en su origen -dudoso para los mismos hippies a quienes he oído en ambientes universitarios norteamericanos diversas conjeturas- algo así que suscita un grito de ex– trafieza y entusiasmo familiar, estar a la moda, algo como ahora «in» o alguna alusión al ajuste corporal de su vestimenta. De ahí se pasó a un inter– pretación recriminatoria del fenómeno visual e íntimo. Para muchos «hip– py» es todo aquel joven que lleva pelambrera larga o simplemente cabellos largos, inciertamente desalifiados. Hay quienes entienden por esta palabra a todos los que intervienen en manifestaciones pacifistas o amorosas, a veces no del todo tranquilas. Otros designan con este término a los fomentadores del uso de las drogas. Hay diferentes grupos o tendencias diversas en el pintoresco campo hippy. De nuevo hay que volver al que ahora nos interesa, que es el más afín al ámbito religioso. Un hippy es un o una joven que deja las comodidades de su casa ambiente, casi siempre burgueses, y se dedica temporalmente a cantar y a hablar a la gente de Dios y del amor, en sus múltiples irisaciones. Este es un sector muy minoritario, que sugiere inmediatamente a Francisco de Asís. Este aspiró a que sus seguidores y aún todos los hombres fueran felices sin ser ricos y realizaran en sí mismos una vida de alegre pobreza. Rehuía hacer provisiones para el día siguiente, pues hacerlas era poner en duda la beneficencia y generosidad de Dios. Desdefió los libros solo para aprender, y dio más importancia a los sentimientos y emociones. «Dejó de lado ciertas formas de oratoria y predicó fomentar una especial manera de panteísmo». Tal es la aproximación discutible del «hippismo» a San Fran– cisco de Asís. Sin embargo, entre ellos mismos discuten la superficial similitud. Lo que se sepa y se interprete de un determinado «hippy» no es clave para definir a otro, y mucho menos para rememorar e imitar al «otro», seráfico y desconcertante y varón «todo católico y apostólico». Si preguntan los estudiosos del hippismo con relación al Santo de la fraternidad universal: ¿Fue San Francisco un rompedor de estructuras? ¿No se agrietaría la sociedad, si todo el mundo siguiera su estilo de vida? ¿Pero, no ha sido, quizá, el único cristiano real desde Cristo?. Por desmesuradas que resulten estas interrogantes respecto a la obra de San Francisco, lo cierto es que para esta juventud contemporánea el arquetipo por él logrado continúa siendo intrigante y fascinador. Ocho siglos más tarde del trovador y asceta de Umbría, ahora, miles de jóvenes, sin saber muy exactamente por qué, lo recuerdan y les parece en- 487

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