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dumentos? «I love Jesus» (Quiero a Jesús) ¿Snobismo? ¿Afición? ¡Quién sabe! Esperemos que no. Ello, al menos, indicarla que la orientación hacia la conclusión resolutiva del problema religioso hoy puede realizarse también mediante formas imprevisibles, incluso improvisadas, caprichosas y miméticas, y realizarse a través de los jóvenes. ¿Serán los jóvenes los que conocerán a Cristo? Nos lo esperamos. Más aún: sabemos que entre ellos, entre los más serios de ellos, los más valientes, hay quienes saben escuchar su flechante llamada y saben inmediatamente anunciar a los amigos: «Hemos encontrado al Mesías)). La directora del consultorio María Kavanagh, por su parte, había con– testado al «desorientado» refiriéndole una antigua historia sobre otro «hip– py», más o menos identificable como tal. Había una vez un joven nacido de padres bien acomod'ados, que gastaba su mocedad yendo por las noches de ronda con los jóvenes de más postín en su ciudad. Después de unos años de una vida sin rumbo, comenzó a sentirse acosado por sentimientos de insatisfacción. De vez en cuando se apartaba de la multitud y del jolgorio y pasaba ratos y días en la soledad, a plena naturaleza, en los bosques. Por supuesto, sus compañeros de galanterías, banquetes y fiestas, en las que no faltaban las trovas, se dieron a pensar que no estaba bien de la cabeza y comenzaron a gastarle bromas sobre supuestos amoriós secretos. El espectáculo de los pobres y de los leprosos, que antes le revolvía el estómago, comenzó a conmoverle en otro sentido. En un viaje a Roma, se sintió transformado a la vista de los mendigos que pedían a la puerta de la Basílica de San Pedro. Cambió sus vestidos con los del pordiosero más necesitado, lo besó y le entregó cuanto dinero tenia. Luego, pasó el día men– digando. Tal conducta, impulsiva y excéntrica, provocó el orgullo y la ira de su padre. El joven desapareció de su presencia por algún tiempo y anduvo por espacio de algunos meses meditando, en las cuevas y en las alturas, vagabundeando de un sitio para otro. Por fin, decidió regresar a pedir perdón a su padre. Cuando volvió a su casa estaba tan macilento y tan desastradamente vestido que los muchachos de la calle le tiraban piedras, barro y hortalizas y le pusieron motes de miserable y loco. Dejó de nuevo su hogar. Esta vez con la determinación de hacer el bien y trabajar entre los pobres y orar. En cierta ocasión, se atrevió a hablar, en el campo de batalla, a mahometanos y cruzados, de la paz, y hasta recriminó más a los cruzados que a los discípulos de Mahoma. No concebía la guerra. Amaba al Creador y la naturaleza, los hombres, las mujeres, los niños, el sol, la luna, las estrellas, los pájaros, los animales y las flores. Por esta descripción no será dificil identificar al «otro» hippy, aunque ello constituya una simplificación elemental disculpable. Es Francisco de Asís. Lo innegable es que muchos de esos jóvenes se sienten atraídos e in– trigados por aquella figura tan auténticamente evangélica y cristiana, de valor ecuménico a fuerza de ser humana y divinal. De ordinario, se piensa 486

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