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Y se siente como un Pedro cualquiera. Se descubre extrafto a si mismo, como tantas gentes de ahora, no precisamente jóvenes. No apostatan, ni perseveran. Son penosa sorpresa para sí mismos. Sin embargo, saben que son palabras fuertes y cargadas de responsabilidad confortante, precisamente cuando las pronuncian para dudar de ellas o negarlas, éstas: Cristiano, católico, religioso, creyente, ateo. Nuestro joven queda cortado y reflexiona, intentando justificarse: He dicho que no soy cristiano. Pero no en el sentido de la chica, ni en el de mis padres, ni en el de los obispos. La disculpa es más profunda de lo que parece. Es el arcano de la juven– tud, que solo se desvela en la complicidad de la madurez. Lo que en los jóvenes son timideces, rebeldías, osadías y plantes, son nostalgia, resenti– miento resignado o comprensión total en los adultos, especialmente en los viejos. Porque cuanto ocurre en los jóvenes incide con responsabilidades mayores en el hombre próximo. Los jóvenes son profecia, portavoz y riesgo luminoso de toda sociedad. Según el mito y complejo de Faetón, empuftan las riendas del carro solar, prematuramente cedidas por el padre de la luz. Y los caballos desbocados incendian los caminos del cielo y de la tierra. DIOS Y «EL JOVEN CREADOR» Décadas antes del interés estudioso universal por los movimientos juveniles, tan resolutivos en los últimos lustros, el escritor espaftol Pedro de Lorenzo publicó su libro «Los cuadernos de un joven creador». De él se escribió que «nadie hablará con autoridad, fielmente, de nuestra creación de posguerra -se refiere a la guerra civil espaftola- sin antes leer una y diez veces este libro de uno de nuestros más atormentados protagonistas, un hombre que, en 1936, tiene dieciocho aftos y sobrevive obsesionado de esta idea: no ahondar en la contienda. De momento vamos a soslayar esa exquisita y fuerte actitud ante hechos ya históricos, para ponderar la otra afirmación: la necesidad de «leer una y diez veces este libro», porque así lo requieren su densidad y valor estéticos y su testimonio de criterios e ideales literarios, cualidades muy afines a la vivencia y expresión de lo divino. De esto último queremos hacer constancia y en la lectura y meditación -porque es libro para meditar. Un buen libro castellano cae muy bien en la inmensidad multiforme y en el fragor bullente ideológico, religioso y juvenil de la California espirituada, y especialmente en sus universidades. De ese espíritu y sus imaginaciones, Estados Unidos, Europa y el mundo se sentirán sen– sibilizados inmediatamente. La notoriedad de Dios -conocimiento y publicidad- consta en la razón, en la naturaleza, en la Biblia, en la revelación y tradición, en su Igle- 483

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