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actualidad. Por más que la juventud haga por desfigurarse y sofisticarse, no logra el desencanto de una primavera contrahecha. Continúan siendo, ellas y ellos, la terrible belleza. Los jóvenes de cualquier generación, estrenan, comienzan y sugieren todo; renuevan algo cuando llegan a mayores. Así surge el mal efecto de los pedagogos que pierden la ecuanimidad, al adoptar actitudes y juicios extremos, tanto al disculpar a los jóvenes como al argüir a los mayores. Estamos acostumbrados a oir recriminaciones como las siguientes. La sociedad de los adultos tiende a considerar al adolescente como una desdichada inconveniencia, una especie de mal momento, que medio deseamos que pase pronto. Se olvidan los talentos personales de los jóvenes, sus intereses, su receptividad, su energía, su idealismo y sus en– tusiasmos, se les niega su papel importante en la sociedad y acaso se les frustra así para el futuro. La respuesta a los problemas de nuestros adolescentes no puede ser una pizca de remordimiento y unos reproches justos seguidos de una conciencia tranquilizada. Hay que poner la máxima atención en el hecho de que nuestra sociedad ha negado al adolescente el puesto que necesita para experimentar, participar y comprometerse en la vida real, en grado oportuno. Sin embargo, es importante lograr conciencia de lo inadecuado de nuestro proceder en el mundo de los jóvenes, particularmente de los que están cruzando la adolescencia. Cada joven es una creación reciente, una nueva edición de niño y de hombre. De niño, tiene el salir de su casa para ir a la playa, donde encuentra y erige castillos de arena. Cuando regresa a su hogar, descubre que su casa también es de arena. Se ha hundido: es polvo húmedo. Y el niño, que va para hombre, experimenta desilusión y resenti– miento por lo que es sencillamente experiencia prematura. Esta es su reac– ción frecuente ante los valores consagrados: familiares, sociales, educativos, morales y religiosos. En el joven, más que en ningún otro se humano, se verifica el hecho de que la verdadera raíz y causa de lo incorrecto, del mal, es tanto la in– terioridad del hombre como sus instituciones, a las que pertenece. Su malicia y su pecado no se pueden entender meramente como una transgre– sión personal de la ley divina. Todo es más complejo y delicado, si sucede en la adolescencia. Como entre aquella pareja de liceístas que se encuentran en el metro. El mira de soslayo a ella. Cada vez que mira, se encuentra con los ojos de ella. Los ojos de ella, grandes, poco profundos. Brillan con la fresca y desconocida inocencia hacia la cual nos acogemos cuando se tiene miedo. El se dispone blandamente al fácil asalto, también con suave terror. Quizá ya estaba dispuesto a decir o preguntarse: 482 ¿Me gustas? ¿Te quiero? Es buena y bella. Quiero. Entrechocan por el vaivén del metro. Ella pregunta, de improviso: ¿Eres cristiano? El, católico, dice: No, no lo soy.
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