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dita,» enmarcada en el divino plan, normalidad eterna, acepta y realiza su destino con libertad y riesgo. El ser madre de Dios no significó para María «el ser descargada del compromiso de un proceso consciente de búsqueda,» como el que tiene cualquiera otra criatura inteligente. La lectura obvia de los Evangelios lo demuestra con inmediata poesía y realismo crudo. La em– bajada del arcángel Gabriel es culminación de la adhesión de María a la voluntad y ensuefio del Creador. Los versículos del Evangelio son un relato y un diálogo trascendentes, por eso mismo que pueden suponer una cons– trucción tan literaria, transfigurada y al pie de la letra como lo es el hecho estremecedor que se dice. Al saludo del arcángel responde el sobresalto tímido y necesario de María. Se extrafió quizá de no escuchar el saludo habitual: «shalom,» ese deseo de paz, cúmulo de todos los bienes, introduc– torio de toda conversación judía. Sino que oyó un «jaire,» «alégrate,» grito de júbilo que los profetas habían usado para reanimar con el anuncio mesiánico a la Jerusalén decaída. Gabriel se explicó: «Dios está contigo ... No temas. Concebirás en tu seno un hijo que se llamará Salvador ... » (Luc. 1, 28-31) Ahora, cuestión íntima de la mujer, María: «¿Cómo puede ser esto, si no conozco varón?» Y enseguida, la invención lingüística, fascinante y más precisa que se hubiera excogitado entre los hombres, Dios mismo y el cronista evangélico, para significar el emprefiamiento de «una de nosotros:» «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será santo, será llamado hijo de Dios.» (Luc. 1, 35). Y la Virgen rendía al Creador el «fíat,» el sí, para la fortuna del encuentro inevitable entre Dios y los hombres. Engendramiento divino, gravidez virginal, cutis y entrafias de mujer madre, flor salida de ramas de hijas de Adán. Y el nifio, tronco de árbol, robusto por único, entre el cielo y la tierra, en el complejo del universo. Habría que circuncidarlo. Lo asombroso de todo esto es la consecuencia más normal y unitaria de la premisa cristiana: la aceptación de Cristo. María «conservaba cuidadosamente todas estas palabras en su corazón.» (Luc. 2, 19-51) Sigue considerándose sierva a disposición del Sefior «porque había entregado, en gozo y con actitud responsable, su libertad a un Sefior de quien se fiaba plenamente.» El evangelista quiere resaltar la actitud reflexiva de María. El Vaticano II dice: «María no fue un instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obe– diencia libre.» Es decir, en actitud creyente y fiel. La piedad mariana yanqui católica se encara con la maternidad divina de María, preguntándose si ésa podría quebrarse por esta insistencia en reconocerla como «una» de nosotros. Y concluye que la maternidad de María fue plenamente humana, precisamente por ser divina. Hé aquí una idea o aplicación psicológica, social y familiar, además de biológica, a la realidad humana de la maternidad de María: La maternidad, cuando es verdaderamente humana, es mucho 46

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