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sin olvidar que para los americanos el western resulta algo así como el romancero de su andar y crecimiento. Los Westerns no se han podido salvar ni superar por sus imitadores. Estos libros de caballería no se han rendido, ni del todo se han aniquilado por la ironía de los llamados «italianos», ni por la tendencia amable e irónica del español «Bienvenido, Míster Mar– shall», si bien éste oteó un horizonte hacia el cual no se ha avanzado. Dos son las causas que se aducen para esta decadencia, particularmente de las películas de comedias musicales: el elevado costo -de 5 a 10 millones de dólares- y la falta de receptividad en el extranjero. A los japoneses e in– gleses todavía les gustan. Los demás europeos y los latinoamericanos parecen no contar. En cuanto al Western, ha venido perdiendo directores e intérpretes representativos, como John Ford, Howard Hawks y Raoul Walsh. Acaso el demorado Osear a John Wayne haya sido la corona sobre un túmulo. Por todo ello se nos invita a derramar una piadosa lágrima. CRITICA Y AMOR DE ANTONIONI A USA Michelangelo Antonioni fue motejado, en Estados Unidos, de an– tiamericanismo por su película «Zabriskie Point». En ella nos muestra una America no demasiado vista ni estimada: pero que es también real y autén– tica en sus paisajes humildes, desérticos, polvorientos y ya impregnados de hálito de las drogas y de la irisación de las universidades y colegios, academias del amor y del desvario. Datos que son bastante representativos de una América nueva y decadente: decadente con todo lo que de incentivo y de válido han tenido las decadencias, desde la alejandrina e imperial romana hasta el Renacimiento, los primitivismos refinados y la construc– ción de catedrales imitadas en nuestro tiempo o un Bach interpretado con actitudes «pop». Así se comprenderá que Antonioni no haga ningún desplante al declarar: La razón básica por la cual hice esa película «Zabriskie Point» en Estados Unidos es mi amor por este país. Amo sus paisajes y por eso escogí el Valle de la Muerte, por su belleza, no por muer– to. Tal valle, por su nombre y sus presencias en la televisión, y por el paso de las sombras fílmicas de Robert Taylor y de Bárbara Stanwick, trans– ciende a pioneros, a mujeres puritanas, tiernas y agrias a la vez, a olor de cuero y sudor de caballos y vacas, a pólvora, a cabelleras aceitosas de indios y al incienso irreal de las plegarias de los barbudos lectores de biblias del Oeste. Claro que sobre este ambiente prefijado el filme de Antonioni ha ver– tido el relámpago polícromo y nervioso de los bares aguitarrados, la aven– tura y osadía amorales de la espontaneidad universitaria, la juguetería 475
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