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cada vez está más sometido, la única alternativa de valor positivo son el in– terés y el dominio mental para desarrollar en el hombre el sentido estético y crítico: la educación para la pantalla, grande o pequefta. Como tenía que suceder, la Iglesia, sus ministros, y educadores, los hombres y mujeres de más refinada espiritualidad, reconocen la importan– cia del entretenimiento en el goce de las mejores películas y en el desarrollo de esa nueva sensibilidad estética que ha traído consigo la providencial con– quista técnica, industrial y masiva del cine. Una vez más se cumple la her– mosa ley de que el triunfo técnico camina siempre hacia la belleza y el espíritu. La espiritualidad reiigiosa yanqui, entre otras, ha venido preocupán– dose de que la televisión proporcione formación accesible y ecuménica a los espectadores actuales. Para lograrlo, intenta valerse de ideas poemáticas, que cubren a la vez estética, religiosidad, educación y, en lo posible, en– tretenimiento, ocio contemplativo. Los artistas en general, y los poetas en particular nos dejan plasmadas en sus creaciones ideas que podemos llamar poemáticas, no solo porque están llenas de poesía, sino de verdad y de ac– ción. Una verdad que está «plus ultra», porque está más allá de la facilidad inmediata. Lo único que nos falta para percibir la más íntima verdad de las ideas y sentimientos artísticos es adentrarnos en la profundidad de las cosas, pues nos quedamos en su superficie; y aunque parezca raro, las cosas, lo mismo que las personas se nos dan por su imagen. Una poetisa describe este misterio, que bien pudiera tomarse en cinta televisiva: -La puerta del horno de la cocina eléctrica está abierta de par en par. Un confortable calor, y un aroma todavía más confor– tante se esparcen por la casa. Dos ojos muy bellos, como recién estrenados, indican expectación y ansiedad. Un par de manos se extienden hacia el interior del horno; y dos rodillas tiemblan de emoción. Ella tiene nueve aftos. Es la primera torta que hace. En este relato realista y simple experimentamos la sorpresa de un leve descubrimiento, cuya verdad quizá nunca habíamos advertido: la emoción de una nifta que cocina por primera vez. La verdad nos parece fantasía por tenida en cuenta sencillamente. Por la misma razón, los milagros nos resultan, gracias al arte, prin– cipalmente el poético, la cosa más natural del mundo. La televisión puede hacer que el milagro sea más obvio. Oigamos y veamos este tema de Los Pá– jaros: 470 -Cuando Jesucrito tenía cuatro aftos -los ángeles le traían juguetes dorados- que ningún hombre podría comprar ni vender. Pero el mismo muchacho Jesús se hizo varios de arcilla -y estuvo bendiciendo esos juguetes- hasta que se echaron a
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