BCCCAP00000000000000000000550

traintelectual y sólida; ésa que, como Unamuno, tanto añoran en el fondo los intelectuales. Claro que en esa misma desesperación y esfuerzo nobles del intelectual hacia Dios, hacia la fe sencilla y bienaventurada, hay un gran mérito ante Dios, y ya es gracia. La «Escala blanca,» que es María, hacia Dios puede aliviar esa zozobra y justifica todo lo humano de nuestra posición. De buenas a primeras pudiera parecer demasiado ingenua. Pero es un hecho real. Paul Claudel nos narra su reconversión al fervor católica por haber oído en Navidad, en la catedral de Nótre Dame de París, el himno de María: el Magnificat. Así encontró su escala blanca para subir al fervor metafísico y poemático de Dios. Pasteur, ante las retóricas paganizantes de Renán, tocaba el rosario de la Virgen, que llevaba en su bolsillo de investigador teológico. El periodista Luis Veuillot plañía su soledad ante la inminencia de un naufragio y reencontraba sus plegarias olvidadas al oir el A ve Maris Stella a la Reina del Mar cantado por colegialas. Igual que más tarde su com– patriota Paul Sartre seguía gimiento por su infantil necesidad de tener «un amo» de amor, de luz y de poder: Dios. La fe senclla y una devoción entusiasta a María constituye uno de los más exquisitos gozos del católico. André Maurois pensaba en una iglesia católica: «¡Qué felices son aquellos que tienen, para enfocar su vida, religión y poesía mezcladas!» Y un día su novia católica, Janine, le dijo: «-Prométeme que no intentarás nunca hacerme perder la fe ... » «Querida-replicó Maurois-, intentaría, más bien, si no la tuvieras, dártela.» María es una de esas verdades que, por su simplicidad, harían decir a Nietzche: «¡Demasiado humano, demasiado humano! Sí, ciertamente, tan humano, porque María es una realidad, la más próxima, aunque todavía in– finitamente distante, de lo divino y la más hecha a nuestra medida y a nuestras debilidades y exigencias. En ella viene a verificarse aquello que Paul Bourget confesaba que era la causa experimental que le volvió a la Iglesia: «Porque, a la corta o a la larga, todo sucede como si el cristianismo tuviera razón siempre.>> Quizá no se ha dicho, acerca de Dios y del amor, nada tan exacto como lo dicho por Dostoievsky: «Todo el que desee ver a Dios cara a cara no debe buscarlo en el vacío firmamento de su mente, sino en el amor humano.» El amor más humano que hay es el de la mujer. En el amor de esta Mu– jer, María, está Dios. Es una fortuna para el hombre cristiano tener a su alcance esa «escala blanca» que clarifica e impregna de ternura nuestro ac– ceso a Dios. Podrá parecer extraño. Pero en Norteamérica, y no sólo en sus iglesias católicas, evangélicas y casi siempre puritanas, se respiran y se presienten esencias y estilos de vigor delicado, de limpia libertad, de ensueños y muselinas, de plegarias y poesía juveniles hacia la Virgen, Nuestra Señora. Quizá todo ello nos adviene del paisaje de sus praderas y montañas, de los 44

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz