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rosas eurpoeas, inspiró este párrafo, a un conocido cronista deportivo a propósito del hipotético triunfo decadentista de un as del fútbol: «Bajo el cielo de Roma, sostenido por cúpulas universales, el declinar de Di Stefano se adornó con esos arreboles y esos oros fastuosos que hacen admirables las puestas del sol tras las siete colinas». El mismo cronista que, días después, calificaba, corno Hornero a Aquiles, de «fácil y celerípedo», al Sport-Klub de la melódica Viena. Bien distinto elogio del epitafio que para sí mismo dictó Shelley en Roma: «Aquí yace alguien cuyo nombre se escribió en el agua». Por su origen, al menos en nuestra civilización y cultura occientales, el deporte procede del mismo núcleo humanístico que las humanidades, la filosofía, las artes, las letras y las instituciones políticas -políticas en el sen– tido de civismo- de donde procedieron el humanismo y los renacimientos pasados o neos: Grecia. El cristianismo, luego de una actitud, que fue breve, de reservarse al culto corporal, lo suficiente para resaltar el valor del espíritu, ante el destino resurreccional y glorificante del cuerpo, asume la tesis greco-renacentista– rornana-vaticana del héroe olímpico, atleta, «competidor en el estadio» según San Pablo, y lo exalta a la compañía del alma, de la victoria, del triunfo por la ascética, el ejercicio, la gimnasia de las facultades íntegras del hombre. Asistirnos a un proceso de secularización del deporte, no siempre paganizante ni regresivo, sino aliado con el consenso común y el buen criterio que coordinan lo natural y lo sobrenatural, lo clásico y lo moderno, la intimidad y el cutis en justa reivindicación de la plenitud humana. Se reviven los valores históricos y épicos del Olirnpisrno, su exclusión de la pro– fesionalidad, independiente de anhelos utilitarios y la exaltación de lo corn– petivio en lo más sumariamente humano: jugar el tipo y la destreza. Por ahí van las aperturas del ecumenismo cristiano católico. El orbe «urbano» católico aspira a llevar el «Evangelio a toda criatura», incluidas la profana, la disidente, la rebelde y la temporal. Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI siguen con sus brazos abiertos hacia todos los puntos de la rosa de los vien– tos de la idea, del arte, de la técnica y del gesto deportivo de nuestros tiem– pos. El deporte es prenuncio, síntoma y superación de la era del bienestar, del ocio ennoblecedor, de la percepción y de la creatividad por sí mismas, del entretenimiento. Todo ello, bajo el patronazgo de la mente y la regla o medida, de la belleza y de la salud, del ritmo y de la forma, regidos y ad– ministrados con decoro de moral y arte en el orden multiforme. Pero nuestro optimismo no puede olvidarse de la modestia y de la cautela aún en el campo del deporte, si recuerda los puños en alto del Mundial de Méjico y los disparos de la Olimpíada de Munich y los recelos e incompatibilidades ante la problemática Olimpiada de Moscú. 452
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