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y variadas causas, pueden explicar esas reservas a la enseñanza religiosa. De otro lado, la libertad de opción, el interés abierto hacia las investigaciones y manifestaciones de lo sagrado y los acontecimientos conciliares promueven el interés, estudio e información del fenómeno religioso. El católico consciente desea aprovechar la oportunidad e invitación presentes para clarificarse y reafirmar gozosamente su identidad íntegra cristiana. Es su gracia actual. El cristiano, debe saber a dónde va, que debe volver y a qué. Porque su ley es crecer hacia el más allá, ciertamente; pero, a la vez y por eso mismo tiene que llenar lo presente y lo visible. Si su suerte definitiva, como hombre católico, hombre en plenitud de conformación con Cristo, es morar en el seno del Padre, parecería lo más expeditivo quemar etapas, apurar años, desmontar temporalidades e in– stalarse desde ya en la eternidad. Confesar los pecados equivale a desonerarse de turbias inmediateces y realizar la liberación: esa liberación teológia que en tantos aspectos hoy se reclama. Comulgar vale tanto como practicar y vivir todas las iniciaciones místicas y míticas antiguas, superadas infinitamente por el recibimiento corpóreo, espiritual y sacramental, vivo de la realidad Divina, Cristo-Dios. Uno que se ha confesado y acaba de comulgar, no deja de pertenecer a este mundo, y, además, participa y vive la identidad de Dios. La fe, la esperanza, la caridad, la gracia la ligan a valores y experiencias que están más allá de cualquier conquista del tiempo y del espacio y sobre cualquier ilusión de la fantasía. Hay una ligera preponderancia, pero muy importante, entre la ida y vuelta de este viaje, en cuanto a su sentido de orientación. Simplificando, se podría decir que la tendencia era hacia arriba y al más allá; ahora, es hacia adentro y hacia el horizonte inmediato. Así se habla de amor vertical a Dios y de amor divino horizontal, cristiano al prójimo. Pero ambas tendencias se funden, para ser eficaces, en la propia identidad. El resultado es el mismo: el cristianismo nunca deja de estar en este mundo por mucho que quiera «dejar el siglo». Es asombroso en la historia espiritual del hombre, el que este prototipo cristiano, tan descarnado y desasido de conexiones terrenales, no se haya aniquilado por la superior sagacidad y economía de fuerzas de «los hijos de este siglo». El misterio es bien sencillo. Las energías mundanales de los católicos -porque se puede hablar de la mundanidad de los católicos- son mucho más poderosas, por razón de que están subordinadas a las superiores y de ultratumba. Y hasta tienen más jugo y valor de confortabilidad, de civilización, de cultura y de progreso. Un arado, un martillo, un tractor, un microscopio, un planetoide artifical, un quirófano, una inspiración artística resultan más útiles y beatificantes en unas manos que se santiguan, junto a un corazón y un cerebro que creen, esperan y aman siempre más, y en la proximidad de un alma que se sabe habitación de Dios, y que sufre, tan pronto adquiere conciencia de que deja da ser tal habitación, como le puede ocurrir por el hecho no improbable ni definitivo del pecado. Al cristiano le hormiguea siempre el fermento evangélico. Por eso 450
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