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habilitado y aún a veces la totalidad del recinto. Es problema permanente de todas las catedrales del mundo, que encierran en sí la civilización religioa y artística de siglos. A través de los artilugios de madera, hierro o aluminio, las almas atisban, contemplan, meditan y se incorporan a la belleza silen– ciosa, a la palabra evangélica, o litúrgica, a las sombras y luces de la eviden– cia más consoladora del universo: Dios. En medio de la sacramentalidad de San Patricio, los monitores, los altavoces, los focos y los arcoiris de las vidrieras que convergen sobre el altar mayor y el público nos dan la visión de un tecnicismo religioso ordenado e imparable. Junto a las modas, librerías, agencias de viaje y monumentos bancarios de la Quinta Avenida, se reconoce que la Iglesia fue siempre mecenas y archivo de obras imperecederas en su hermosura y que prosigue ahora reavivando entre los artistas modernos su fuerza inspirativa, moderadora, a veces dramática, en los remolinos de las corrientes estéticas. Ella se deja sentir en la filosofía de talentos y genios cuya misión es la belleza. Como estructura sobrenatural y como personaje inmediato en la sociedad, se acompasa a los movimientos renovadores estéticos, con más soltura, más elegancia y menos compromiso que a las conmociones sociales y políticas. La Iglesia acierta siempre con lo bello, como si esto, lo bello, fuera una predilección y privilegio divino. «La contemplación del arte es una experiencia «mística» que puede ser religiosa», declaraba ha poco una artista, ahora religiosa, Miss Siekerman. En los libros que aquí se publican por sacerdotes y religiosos que de– jaron su actividad clerical, suelen aducir como razones, entre otras, im– pedimentos prácticos, y teóricos, y por consiguiente, de frustración, para llenar sus impulsos de acción social y de creación artística. La objeción no es nueva, dada la interferencia entre ascética y arte. Sin embargo, en esta hora de estímulos y requerimientos conciliares para realizar íntegramente la vocación y la personalidad, al menos en Estados Unidos, se proclama, como dice la referida Siekerman: Un artista bien dotado es un regalo extraordinario de la Pro– videncia que hay que entregar a la humanidad. Cuando los artistas, que son a la vez ministros religiosos, presentan sus obras al público, siempre les embarga una duda. Se preguntan si la acep– tación de su arte es resultado de la curiosidad por ver el supuesto conflicto entre su función religiosa y el valor intrínseco de su labor artística. Esta alternativa se la planteaba a sí mismo un religioso escultor que exponía, en– tre sus sculturas, un cáliz cuyo pie sugería un tronco de ramos espinosos y que fue clasificado como «clásico moderno». Probablemente la antigüedad estaba sólo en la mente del artista; no en la del público. En Estados Unidos la gente no es propensa a considerar los trasfondos de las vidas y de las cosas, sino que generosamente goza y agradece las superficies que se le muestran. La buena percepción estética su goce y su creación en confor- 439
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