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y sobresaltos para pensadores y practicantes de lo divino cristiano en nuestro tiempo. Todos constatamos la apreciación de una decadencia del «sentido» de la religión y del «sentido» del hablar de Dios y del hablar a Dios. A la vez, por razón del terror del futuro que se cierne sobre la humanidad y por el vacío que circunstancialmente produce la secularización entre Dios y el mundo, se multiplican o resurgen «movimientos espirituales», astrologías, horóscopos, ingenios para lograr la paz del espíritu, los sondeos en «el espacio exterior e interior», y toda suerte de búsquedas y contactos con lo «sobrenatural». En un terreno intermedio, se nos reclama que, en virtud de las circuns– tancias actuales de cultura y de técnica y por las orientaciones del Concilio Vaticano II y sus reacciones subsiguientes, tanto el problema religioso como sus manifestaciones en la vida real han de ser tratados de manera radicalmente nueva. Esa «radicalización», en caso de que sea in– discutiblemente operativa, obra muy lento y en minorías que apenas salen del campo de las aspiraciones. Las tradicionales maneras subsisten para la <,mayoría silenciosa», que vive la conducta y el culto. Más aún, los teólogos, incluidos los que reconocen y disculpan que los teólogos puedan como creyentes estar «seguros» y como teólogos, «vacilantes», aceptan ejemplarmente actitudes y devociones tradicionales, vulgarizadas hasta el folclore tal como las recibimos de nuestros padres. Producen cierto gozo sorpresivo el entrar en relación de admiración y amistad con teólogos y filósofos que, por su mismo radicalismo, aceptan y viven lo elemental, lo popular y lo inmediato en la vivencia religiosa, ya que los nuevos «sueños» no han llegado a suplantar a los que se intenta sustituir, ennoblecer, y difun– dir más adecuadamente. El teólogo analista e investigador, sobre todo si es yanqui, suele ser tan creyente y practicante como el más fiel fervoroso. Su labor de búsqueda y situaciones metódicas no tienen por qué despojarles de una piedad ardiente y gozosa, de la que disfruta y practica cualquier fiel. He aquí un campo donde el periodismo teológico cumpliría una misión hermosa, libre, informante y educadora, proporcionando el vivo color del diarismo a las «buenas nuevas» que cada día ocurren acerca de Dios, para hablar de Dios y para hablar a Dios. Nos surge aquí otra actitud, en apariencia llena de desesperanza y de fervor. Es la algunos teólogos cristianos que optarían con ademán profético -no faltan quienes ya lo cumplen- por «callar definitivamente acerca de Dios, o, por lo menos, durante una etapa de silencio reconfortante de estudio, reflexión, madurez e iluminación serena, para luego hablar menos inadecuadamente de El, precisamente por eso de que «Dios» es la más cargada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido «tan mancillada, tan mutilada». Hay un matiz significativo sobre la mención del nombre de Dios entre las gentes latinas y las norteamericanas. Mientras las primeras se sobresaltan por la blasfemia, las segundas se preocupan también por el uso vano del nombre divino. Lo cierto es que generaciones de hombres «han 421

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