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Porque después de varias semanas de atenta observación, se llega a la conclusión de que el virulentísimo movimiento de liberación de la mujer que ha surgido en Estados Unidos parece tener allí razones bastantes justificadas. Cierto que para lo ac– cesorio, la mujer americana parece perfectamente libre: libre de ir a jugar al golf, libre de inscribirse en una clase de artesanía, que está ahora rabiosamente de moda, libre de no esperar a cenar a su marido, libre de emplear su talonario de cheques, libre de recorrer Europa en viaje de turismo, libre de amar, divorciar, tratar de tú por tú a su esposo, no sacrificarse exage– radamente por sus hijos y moverse, en fin, con esa soltura excep– cional que caracteriza a las americanas y les da esa aire de mu– jeres sin rienda. Después de insistir en que los cargos públicos están aún muy variamente limitados para las americanas, al menos en relación a otros países europeos, y trás referirse a Jacquelin Onassis como detentadora de «poderes femeninos tradicionales que no tienen nada que ver con los que se ejercen más allá del área doméstica», Pilar Narvión termina: El único poder que parece ostentar de manera triunfal la americana, es el poder adquisitivo, sin duda necesario para la buena marcha de la sociedad de consumo, en la que su matriar– cado parece reducirse a firmar cheques. Habría que reconocer que no son tan bagatelas las muestras de la liberación femenina yanqui «en lo accesorio» y que aún así limitada en el área política, no es tan insignificante. Pero quizá en todo caso no es ahí, en ese cúmulo de holguras, donde se levanta ese indiscutible «aire de in– dependencia de las americanas». Suelen tener éstas criterios bien definidos, naturalmente no siempre acertados, de responsabilidad y de libertad con una moderada visión universitaria o colegial de todos los problemas y, por consiguiente, de los suyos, públicos y privados. No es aventurado atribuir esta actitud, en buena porción original, a la herencia cristiana, en la que sigue vigente el apuntado puritanismo, y a cierta frialdad serena anglosa– jona que avanza hacia el sueño posible y ordenado. He aquí algunos principios que se pueden oir, de una manera u otra, de labios de cualquier feligresa confesional: 406 Riqueza, pobreza y democracia son incompatibles, y toda per– sona libre se negará siempre a tolerar una pobreza evitable. No es deshonor ser pobre. Pero sí es pecado no trabajar cuando hay un empleo disponible. El trabajo es esencial, además de noble. Pereza y pobreza deben desaparecer. Un hombre, una mujer que tiene un empleo decente, la verdad es que no puede esperar
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