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FEMINISMO YANQUJ Se diría que la mujer norteamericana ha sido, y lo es todavía, aspiración, pública o secreta, modelo ideal para las demás mujeres, si no fuera ella la primera en disentir de esa sublimación. Su sentido práctico la libra, por lo pronto, de tal endiosamiento, sin obligarle a renunciar al romanticismo. Siente la americana que cierta dosis de ensueño es elemento positivo y estimulante para profundizar y adornar la vida. Díganlo, si no, las heroínas y las pioneras del Oeste, incluídas las de sus «salones»; sus amas de casa de todos los tiempos; las quinceañeras de las presentaciones en sociedad; las misioneras religiosas y culturales; las reformistas y liberadoras; las esposas damas de les líderes de la política, de la ciencia, del arte y de las finanzas, y, superficialmente, más que ninguna, las versiones cinematográficas, que tanto han contribuido a estereotipar a la mujer yan– qui. La amable ironía es que de verdad es así, como en el celuloide. La prepotencia estelar de la mujer estadounidense comienza a ser con– siderada fallida en el campo político, ahora, cuando culminan o resurgen movimientos más avanzados de «liberación». Ahí ciertamente parece que es donde su jerarquía no es «la más alta del mundo». No hay en Estados Unidos hoy una Golda Meir, ni una Indira Gandhi, ni una reina Isabel o Sra. Tacher, ni siquiera una Jacquelin Boudrier, responsable de la Primera Cadena nacional francesa o, como otras muchas, que van escalando Cámaras y Gobiernos, al menos en la proporción que cabría esperar en Estados Unidos. El caso de Shirley Chrisholm candidata a la presidencia en las últimas elecciones 1976, no ha sido muy halagüeño, aunque -o por eso mismo- el 52 por 100 del electorado americano es femenino. Lo que puede ocurrir es que las norteamericanas vuelvan cuando los otras van. Quizá piensan que lo político, en lo que tiene de mando ad– ministrativo, está desvalorizado, no es auténtico poder espiritual ni humanístico, ni decisivo para colmar la vida privada ni para definir in– tegralmente la postura de estas personas, hombres y mujeres del país. Hay otras potencias y maneras de afirmarse como mujeres, al fin y al cabo, como identidades humanas bien diferenciadas. Al menos, así opinaba la señora Smith, que no coincide con los movimientos de liberación femenina: -No me son simpáticos estos movimientos. Son demasiado conser– vadores. No hace falta igualdad para la mujer; lo que hace falta es autoridad. La mayoría de los hombres son niños malcriados, débiles y muy complejos que echarían por el mal camino, si no fueran vigilados por alguna buena mujer y por la Iglesia. He ahí un criterio, tan antiguo -y humorístico- como se quiera, pero que subsiste en el puritanismo femenino estadounidense y que en el fondo aceptan los hombres. La influencia y los poderes de la mujer y de la religión colaboran en la contextura creyente y moral de la sociedad política. La con– ciencia femenina de su capacidad para de algún modo manipular al hombre, por impulso de ética, de especie o de profesión, naturalmente no es ex- 402
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