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Una época de secularización como lo nuestra no es necesariamente un camino hacia el ateísmo. Ni la rectoría e inteligencia eclesiásitcas pueden ponerse al margen en actitud de rechace indiscriminado y global de los movimientos y hechos que están ocurriendo como un proceso. El com– promiso evangélico sigue el mismo, sin pusilanimidad y sin descuido. La base que une vitalmente siglo y espíritu en el campo común de naturaleza y gracia, de intuición y de discurso, de imaginación y pensamiento, de cultura y salvación no es otra que la formada por la confluencia de la «circunstan– cia» y la persona, en suma: el hombre verdadero, «íntegro» en correlación con otra realidad personal: Dios. Lo «sacro» panteístico o no, entendido solo como resultado de la antigua y moderna mitificación pagana, seguirá llevando al fanatismo, a la alienación superticiosa, al terror a Dios, al hom– bre y a su naturaleza. Por otra parte, el secularismo exclusivista, castigán– dose a sí mismo, se revertirá en paganismo materialista, en mutilación del hombre y en muerte mental e histórica de Dios y de la Iglesia. La plenitud armónica de iglesia y sociedad en los interiores y ex– terioridades del hombre, a modo de especie indivisible continúa expresando al hombre, este ser cohesivo que progresa siempre hacia su hombría y salvación: crecimiento en Cristo y a Cristo. Recuérdese a San Pablo. Hay un trasfondo en que lo sacro y lo secular se funden con su esencial denominador común; la acción divina e histórica. He aquí un ideal y una ac– tividad estimulantes, merced a los cuales estamos llegando a la renovación espiritual, reivindicada, una vez más, del seglar del Concilio y a la madurez del sacerdote y del religioso. Sabemos que el simple secularismo, por su propia proclividad y por mal entendimiento, se anega en la profanación, a fuerza de oscilar entre lo que un comentador de película de Fellini llama la ambigüedad entre «fascinación o sacrilegio». Tal dice, es el renacentismo tergiversado y sofisticado italiano para tantas «dulces vidas». Pedro Farias, en artículo re– ciente en PUEBLO denunciaba así: Unos usan la palabra «secularización» como arma arrojadiza contra lo sacra!, aunque dicen pretender racionalizar la realidad. El legítimo «talante secularizador se cifra en el talento de encon– trar el límite de lo secularizable». Difícil tarea de prudencia, aunque sumariamente se pudiera decir: «poner (la mente) en disposición de colocar lo sacro en su sagrario y lo secular en su siglo. ¿Cómo? Partiendo de su convergencia humanística. Am– bos conceptos son para el hombre y han de convivir no sólo en sus respectivos órdenes, sino también rítmicamente. Esto es: sin alterar tan intensamente el pulso que, buscando el cambio, se en– cuentren con que, perdido el compás, se autodestruyan. Estas son las consideraciones que surgen en esta panorámica de las cir– cunstancias y personas de la religiosidad norteamericana en virtud de su 386

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