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quién ha escondido los malos deseos en el corazón del hombre? ¿Por qué, por qué? No lo entiendo, y cuando la fiebre me rinde, queda mi cabeza melancólicamente inclinada, porque ya la inteligencia no da para más. Yo busco una solución; sólo encuentro palabras. Me duelen estas asechanzas al bienestar que alcanzarán nuestros muchachos. Por si algún lector ver– daderamente atormentado medita esta página, declararé la pista que sigue mi oración después de haberme iniciado en estudios históricos y exegéticos; el rastro al que se pega mi alma para descubrir la ternura de un Dios amante y adorar sus designios. Me siento correcto y feliz en esta búsqueda. Veo nítida una cosa. Me consuela y «me aclara» esto: que Jesús, nuestro Her– mano, se ha mezclado precisamente en nuestro dolor, en los males terrenos, dentro de los márgenes de las biografías, de nuestros asombros y en– tusiasmos. Mi camino es todo bienandanza. LEY DE SANGRE Y AMOR: HUMANIDAD Cristo se ha sometido a la ley de la sangre. Un enigma. En absoluto, teológicamente, no era necesario. El Hijo de Dios asume la naturaleza humana para ofrecer al Padre satisfacción cumplida por nuestros pecados; así verifica nuestra redención de modo que, incorporados a su presencia, poseemos la escritura notarial, la garantía de nuestra resurrección salvadora. La oblación del Verbo encarnado se realiza plenamente en el in– stante mismo de la Encarnación, teniendo como ara el seno de la Virgen Maria. Era hermoso que Jesús realizara, codo a codo con sus hermanos de raza, los hombres que pueblan la historia, una trayectoria biográfica, de– jando sus huellas en el polvo del camino. Pero ¿a qué la pasión, la sangre, los azotes, las espinas, los clavos, la desnudez, el escarnio, la sed, a qué viene la enormidad de su muerte en cruz? Nadie aclara este misterio, el supremo misterio. En las carnes sen– sibles de Cristo humillado tiembla todo el dolor del mundo: la inocencia de los niños, el amor de las madres, las noches del enfermo, la soledad del preso, el orbe de los prelados, los éxtasis de los místicos y artistas. Si efectivamente nuestras gotas de sangre se mezclan con la Suya, sufrir será un misterio, pero ya no es una insensatez. La insensatez está en los dolores del Hijo de Dios, en su pasión, en su cruz. Trás él, ya el mal deja un reguero de luz; la pasión escandalizante se inunda de resonancias, de ter– nura, de participación en el dolor de todos los hombres. Por un costado se iluminan las alturas de la experiencia humana, porque una luz misteriosa toca el mismo esquema biológico, como imaginaba alguien. -Soy Hijo del Hombre y de la mujer, según se ha dicho. Podría pensar que era algo diverso. Y por el otro costado, yo, recibo impulso para tomar parte en el tablero donde se juega la partida del bien y del mal. Si mi dolor no es indiferente para Cristo, ningún dolor del mundo es indiferente para mi. En la fe cris- 379

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