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Mientras la sangre golpea juvenilmente los pulsos, el hombre desafía su futuro. Pero en cruzando esa raya de los cuarenta, frontera, teórica de la mitad de la existencia en los cómputos benévolos de la estadística, «el hom– bre sabe que no se es feliz». Que no. Que acosado, herido, anhelante, decepcionado, es un sujeto de muerte, carne de horca: «Sein zum Tode» (Heidegger): existencia hacia la muerte. La mitología buscó una salida a este laberinto de males, mezclan– do con el metal divino del fuego las escorias. Los persas imaginaron un forcejeo permanente de dos principios: uno, del bien; otro, del mal, que se disputan palmo a palmo el terreno. La filosofía, la benevolencia y el miedo de los pecadores han con– sumido el esfuerzo de sus cabezas más precalaras en el intento de aclarar el problema del mal: describiendo la tensión entre el espíritu y la materia: recomendando el método estoico del desdén, montando la dialéctica mar– xista de aspiraciones que el futuro cumplirá. ¿Y la Biblia? ¿Que dice la teología cristiana? Hay que monologar. A lo largo de años de formación permanente, de estudio he quemado mis pestañas en la lectura de los gruesos volúmenes, donde eminentes teólogos tratan de explicar el misterio del mal. He oído lecciones sobre la limitación propia de los seres «finitos» que participan de las perfecciones del Infinito; que si disponen de conciencia, como corresponde al hombre dotado de in– teligencia y voluntad, perciben el tirón de la felicidad completa, sólo asequi– ble en la vida eterna. He escudriñado las escalas ordenadoras del conjunto creado, con la subordinación de unos seres a otros: el esplendor del Univer– so exige los daños e incluso la destrucción de un peldaño inferior en bien del peldaño superior, y así no hay salida más honrosa para un kilo de alcachofas que alegrar el paladar de unos comensales optimistas. He meditado los capítulos dedicados al pecado, a la culpa de la primera pareja, comunicada misteriosamente a sus descendientes; a las reliquias dejadas por el pecado original en la herencia de la familia humana; y si el pecado original no es una anécdota realista o erótica, sino símbolo, alegoría o apólogo, expresión literaria y vaporosa del «pecado del mundo», sencilla alusión,-¿qué más original que haber nacido así y crecer en ello?- a la in– tervención maligna del demonio y sus fuerzas oscuras; al juego de luz y sombra creado en los espíritus por la gracia divina sometida a las resolu– ciones de la libertad. He anotado las penas temporales y eternas pro– fetizadas para las acciones perversas; he comprobado la rebelión de cada hombre ante las trincheras del dolor, y he visto sucumbir los colegas, en los «ayes del hermano», al destino de la guerra y de la peste. Debo proclamar que las tesis de las diversas escuelas teológicas ante este rosario de inquietudes, me han dejado invariablemente un poso de devoción, de religiosidad profunda. ¡Cuánto lo agradezco! Pero con la misma lealtad diré que sigo sin entender una palabra sobre el misterio del mal: ¿por qué hay dolor, por qué un niño muere chafado bajo las ruedas de un tren, cómo es posible que la tierra se abra y se trague dos mil personas, 378
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