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cionalismo, incluso en aquellos que deploran las restricciones a la democracia en sus propios países. En fin de cuentas, algunas de estas exposiciones y reparos que sefiala Le Monde a la «doctrina de Carter» en los primeros gestos de su ad– ministración, inducen a resaltar los problemas de conciencia que también levanta una política de principios e intenciones noblemente moralizadoras. Basta tener en cuenta que, según el informe pedido por el Congreso al Departamento de Estado acerca de las violaciones de los derechos humanos en naciones que reciben ayuda militar de los Estados Unidos, resulta que son ochenta y dos países. Si a Norteamérica le molesta que la consideren el policía o gendarme del mundo, tampoco le agrada la alter– nativa de convertirse en su maestro. No parece ser el deseo de Carter, como no lo es de ningún americano o americana, a pesar de que como presidente afirme su deseo sincero de ver a su país como «el hogar del mantenimiento y de la protección de los derechos de los hombres» en el mundo. Pero no es primordialmente en la exposición y defensa de los derechos humanos donde suele tener lugar el renacimiento o reviviscencia. Es en el ánimo de las gentes y en su espiritualidad cristiana. En la época de los sesenta, Dios fue declarado «muerto», pero hoy, en los ochenta, hay una amplia panorámica y una soterrada aspiración que suspiran por su renacimiento. Por mencionar uno de los síntomas más li– vianos y no extento de peligros, ahí está el tema constante en libros, prensa y medios de comunicación social acerca de movimientos espiritualistas, en el más vago sentido de la palabra, pero que es lícito considerarlo válido y estimulante. En el quieto desierto montafioso cerca de Sante Fe, Nuevo Méjico, un joven llamado Tom Law se sienta en el suelo, en la antigua postura del lotus, y con los brazos extendidos y manos abiertas saluda al alba con «el respirar del fuego,» propio del yoga. No es un fenómeno religioso, pero en Norteamérica se consideran tales actos como manifestación del resurgir de la espiritualidad que cruza este país. Son individuos o pequefios grupos de gentes que, en general, no frecuentan templos. Y se les considera típicamente pragmáticos en cuanto que valoran su actitud y su postura como algo sagrado, ya en sí o bien como principio y medio para alcanzar lo sagrado, y lo quieren vivir como experiencia personal. Requieren la prác– tica, no requieren teoría. Aunque su naturismo no se encuadre por supuesto en las iglesias tradici~nales de Occidente, es digno de notarse que en las facultades de Teología, "como las de Yale y Chicago, han aumentado sen– siblemente las solicitudes de ingreso con un veinte al veintitrés por ciento más en los afios setenta, donde es normal y especialmente honroso graduarse en Divinidad. 36

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