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humana. Y una característica de los sistemas ideológicos actuales, subraya García Morente, podría anunciarse así: Lo que está absolutamente ausente del área mental humana no existe. En estas condiciones, la distancia entre las apetencias del pensamiento actual y las exigencias de la fe, resulta ine– vitable. Vale la pena acompañar un momento el razonamiento de nuestro filósofo, en un ambiente yanqui. En el fondo de las doctrinas filosóficas afectadas por el idealismo palpita esta suposición primera: que no existe más que lo que está presente en el pensamiento. Puesto que el hombre no puede concebir clara y distin– tamente lo que es Dios y lo que la revelación aporta, no existen ni Dios ni la revelación: «Absolutamente ausentes» del área mental humana. Ser real es ser objeto del pensamiento, y lo que no es ni puede ser objeto del pensa– miento no tiene realidad. El objeto del acto de fe propia y perfecta es un ob– jeto «absolutamente ausente», no puede por esencia ser objeto del pensa– miento humano, no tiene, por tanto, ninguna realidad. El acto de fe perfec– ta es inválido por falta de objeto real. Su objeto es meramente ilusorio, fic– ticio e inventado. Aunque los últimos capítulos de la historia de la filosofía hayan revisado estas posiciones del idealismo filosófico y Xavier Zubiri haya planeado el análisis concienzudo de los diversos estratos de la realidad, es cierto que una dosis impresionante de los presupuestos idealistas aplicados a la teoría del conocimiento permanecen como hábitos adquiridos. Y entre los datos «absolutamente ausentes» que la fe cristiana ofrece a nuestra mente, la pasión de Cristo lleva consigo planteamientos tan absur– dos que resulta «escandalosa». ¿Quién puede aceptar «razonablemente» la historia que las celebraciones litúrgicas reproducen estos días de Semana Santa en nuestras iglesias y que la devoción popular lleva procesionalmente a las calles; en Estados Unidos menos que en otras partes? No parece, por tanto, previsible que los nuevos ciudadanos del planeta, capitaneados por la sociedad consumista yanqui, empeñados en la bús– queda de un camino «razonable» y práctico hacia el bienestar, incorporen estas vivencias religiosas a sus proyectos generales de existencia. El hecho sangrante escueto objeto de fe lo tenemos ahí: Jesucristo con la cruz a cuestas es y representa al Hijo de Dios en cabeza de la caravana de los hombres que sufren. ¿Es razonable? Es mucho más, es fantástico, dramático y simple. De Job a Sartre hay una letanía de infinitos lamentos, que elevan al cielo la sorpresa ingrata de los hombres cazados por el dolor. Unos se quejan de su soledad íntima; a otras les consume el ansia. Quevedo gime por esos granos de muerte que le ponen acidez en los dientes cada vez que él muerde la manzana de la vida: «¡Oh condición mortal, oh dura suerte!: que no puedo querer vivir mañana sin la pensión de procurar mi muerte». 377

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