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Cristo sea en la mirada de quien me mira; Cristo sea en los oídos de quien me escucha». Prosiguen luego los santos Brendan y Senan, que se saludan y pro– fetizan: «¡Oh Brendan, San Brendan, el de la barba bendita! Y, Senan, piadoso Senan, el muy amado. Está cerca el fin del mundo». Todos debiéramos recordar la sentencia del irlandés anónimo del siglo XIII. «Si echas a tu huésped de tu casa, no es el huésped el que se va. Es Jesús, el Hijo de María». Como isla de emigrantes, Irlanda cultiva la nostalgia, tan céltica: Triste es despedirse de las colinas de Fa!; triste es dejar los cam– pos de Irlanda y sus caminos con huellas de potros jóvenes. Este mundo y sus amores se van como el rocío sobre la yerba en los días de verano. ¿Quién no ha participado alguna vez de la cariñosa tristeza de la balada y canción de la muchacha vendedora de mariscos por las calles de Dublin, Molie Malone, cuyo espíritu vaga aún por las viejas calles, y pregona: «¡Cockles and mussels, alive, alive!»? Cierta melancolía y sentir hondo y constante se compaginan fuertemente en el alma irlandesa con corage y la reciedumbre de sus ideales patrióticos, religiosos y sentimentales, como bien saben en Estados Unidos su iglesia romano-católica, sus instituciones, y el fervor de tantas familias que persisten este continente sin desatracar nunca del todo de su brava isla. La canción enamorada lo dice: 358 Mi indómita rosa Irlandesa, la más deliciosa de las flores. Puedes buscar doquiera; ninguna podrás comparar con mi indómita Rosa Irlandesa. Mi indómita Rosa Irlandesa, la más amada de las flores. Algún día por mi causa me dejará tomar la flor de mi indómita Rosa Irlandesa, mi Rosa Irlandesa.

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