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«Corazón de Dios, dame tu perdón. Quiero amar a todos con la luz de mi razón» Quiero ver almas que, cargadas del pobre peso de sus cuerpos, alcen sus frentes dilatadas pidiéndote perdón. ¡Señor, ven a Querernos! Una petición quizá algo olvidada y digna de ser dicha cada hora y de vez en cuando, recitar este salmo católico: 354 Soy hebreo, Jesús, como lo eres Tú mismo, como Israel tu pueblo. Profeso el judaísmo de historia y de liturgia, cien por menos uno: uno tan infinito como Dios Trino y Uno. Eres Tú, Verbo Eterno, joven de testamentos que inauguras la vida de Dios en sacramentos. Por cristiano yo vivo las santas profecías, canto salmos davídicos, la gloria de Isaías, el saludo más bello a la más bella niña, doncella nazarena, paloma de tu viña. Y el Magnificat rezo que de un seno israelita estremeció el aliento de su preñez bendita. Llegaba ya el Mesías. Con sus pulsos abraza la Iglesia y Sinagoga como una sola raza, y al mundo las reviste como nuevos fermentos donde Moisés prolonga sus viejos mandamientos. El orbe es Israel; católicas las tierras donde triunfa Yavé sobre paces y guerras. Sinagoga de Dios resulta el planisferio, y la Iglesia es la luz del colosal misterio de adorar a Dios Uno de espíritu y verdad, más allá del desierto y la invisible Faz.

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