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la sociedad de consumo técnica y de avidez materialista. Ni Rusia ni China se convierten. Ante el hecho de la convivencia norteamericana con las que, en definitiva, son situaciones de anticristianismo, de Anticristo, la concien– cia silenciosa observa y se estremece. Todo obedece a este principio: las guerras son causadas por los pecados de la respective época. «Cada transgresión de los mandamientos divinos y de la ley natural, escritos en nuestros corazones, nos lleva más cerca de la guerra o de la catástrofe y pone en peligro la paz y el bienestar de la raza humana.» La Iglesia ha ensefiado esto siempre y la Historia lo confirma. Fátima no es sino la reiteración del Evangelio, de la Iglesia y de la Historia. «La solución que proviene de la Serra da Aire en Portugal sobrepasa cualquiera cosa que el poder militar y el prestigio de los Estados Unidos puedan lograr.» Tal es la convicción de estos grupos fervorosos católicos. Como se trata de un conflicto moral y resonancias divinas, el remedio tiene que sobrevenir de la Gracia y del Espíritu, por intercesión providencial del candor de la Madre de Jesús. En virtud de este principio, la incursión del mal satánico sobre Norteamérica se produce como en cualquier otra parte, pero aquí siempre en conformidad a su canon de «lo mayor del mundo.» El mensaje de Fátima es la «metanoia» del Vaticano II, el requerimiento de conversión, de oración y penitencia, de acercamiento a Dios, de transfor– mación de la identidad personal en consorcio divino. Y sería un robo sacrílego y contra natura excluir ese mensaje de nuestra civilización. Estos americanos reclaman la docilidad a ese mensaje en nombre de las dos banderas que pueden verse exhibidas en sus templos: la de la patria y la de la religión, que vienen a proclamar su compromiso con la ley y su pro– pósito irreductible de que la libertad humana no desaparezca sobre la tierra. Los cristianos norteamericanos se consideran «nación elegida,» y, por eso mismo, merecedores de un apocalípsis particular más acerbo. Son fácilmente comprensibles su patriotismo, sus suefios y sus planes de adoración y libertad americanas. Pero alertan que no se cumplirán «hasta que se recurra a Dios y se contraiga un compromiso irrevocable con la Madre de Cristo.>> Los católicos de aquí, como los de cualquier rincón del mapa, saben que todo apocalípsis y juicio final cristianos son preámbulo de luz y de orden en el cielo y en la tierra; que el poder de María «irrumpe frente al An– ticristo y contra los demonios» y sus cabezas de serpiente, y que el misterio maternal de la Virgen es omnipotencia suplicante, no por naturaleza, sino por Gracia, ya que por voluntad divina no puede dejar de ser Madre de Jesús. Y sobrevienen los sobresaltos y los alertas. En un anuncio reciente de una conferencia del «nacionalmente famoso» Padre Francis E. Fenton, sacerdote católico y miembro del Movimiento Católico Roman Ortodoxo, se resaltaba el tema que iba a tratar, como muy apremiante: «La Iglesia Católica Romana: su tragedia y su esperanza.>> La convocatoria decía: 33

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