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templando cómo esta conversión se verifica, precisamente en estas décadas que ha comenzado con la del setenta, cuando su hegemonía, pura y mostrenca, está declinando, indigesta de bravatas, o va ascendiendo y quedando en origen y ápice de una cultura. Tal sería el destino de las inva– siones de los mejores bárbaros que ha sido. CANCION DE VAQUEROS Es cuestión de maravillarnos cómo revivimos paisajes, personas, cosas y sentimientos que en realidad nunca hemos vivido. No sirve decir que son recuerdos experimentales de otra existencia anterior, de la cual no tenemos conciencia, ya que tales teorías carecen de fundamento razonable teológico y científico. Además porque, a la vez que sabemos muy bien que no tenemos contactos anecdóticos ni profesionales con esos ambientes y hechos, sin embargo vemos también con evidencia que es posible que en– tremos en relación con esas realidades, que otros humanos están experimen– tando, y que nosotros identificamos sin lugar a dudas. Esto nos ocurre, por ejemplo, con las canciones y la ambientación de los vaqueros del Oeste americano. La boga en el mundo de esa música y atuendo, así como la per– sistencia cinematográfica en ese tema incansablemente repetido, no puede obedecer exclusivamente a la manía fílmica de nuestras generaciones. Casi nadie de nosotros ha estado en ese Lejano Oeste, ni ha sido buscador de oro, ni vaquero, ni se ha dejado llevar en sus acordeónicos car– romatos a través de desiertos, praderas y desfiladeros, ni ha tomado un trago en sus alegres y explosivos «saloons», ni se ha complicado en las an– danzas de los indios, del cherif y de los hombres de negocios turbios, aun– que indefectiblemente haya simpatizado con el muchachote cabal y apuesto que termina llevándose el rebaño, el oro y la chica más hermosa y valiente de la localidad. Nada de esto nos ha ocurrido. Y sin embargo, todo esto lo identificamos, lo volvemos a vivir, cuando oímos, incluso sin película, una canción de vaqueros. Sus ritmos suelen inspirar paz, olor a heno y cabalgaduras, retorno al reposo bajo la diafanidad del cielo y sobre la calma de la llanura. Se oyen cascos de caballos que ya no galopan en su última incursión; andan y van hacia su establo y hacia el hogar de sus montadores. Los monstruosos cac– tus erizan en vano sus hojas carnosas y superficialmente áridas, porque en realidad los silbidos de los vaqueros y sus torsos juveniles contra el horizonte, con sus sombreros de guapas alas y acaso el lazo de seda que on– dula sobre un hombre, llenan el paisaje de una inocente música presentida desde el rancho. No nos extrañaría nada que en esa hora, algún ángel cruzara el aire repitiendo el mensaje de paz a la buena voluntad de los hom– bres. 341

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