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burros, pero todos nobles por hispanos; el carromato, su tonel de agua y los cazos; la muchacha angelical y bravía; el niño precoz, melancólico por venganzas y recuerdos de hambre y orfandad; el bueno, el malo y el feo; el viejo y la vieja sabios; el pastor y su biblia, fe y código de todo lo mejor de su grey volante; alcohol, güisqui alambicado al resplandor de la luna: «moonshine»; las minas, los pastos, el paso borbollante de los ríos; planicies y aguas, sinfónicas del Nuevo Mundo; la iglesia de madera que reune familiar y festiva un poco siniestramente a todos. Y la escuela. Nombre único y campana democrática del vivir y morir para el tiempo, y la eternidad y la historia, ante la barbarie, la ley, lo bucólico y artesano. Iglesia y escuela, asambleas de civilización. La mera confluencia de estos elementos vivos es el avanzar y «leit motive» de este pueblo de Dios y del diablo siempre más allá de su remolino de faldas y zahones, cartucheras y aparejos de montar, salooms, salas de fiestas, rudas e incendarias y hogares de matrimonios dignos de aquellos de Abraham, Isaac y Jacob. Al fin y al cabo, oleadas de fronteras del Mississippi al Pacífico -tal como unos Urales a otros Finisterres- con el horizonte coti– diano de una nueva esperanza. Caso algo tan sencillo como «Lo que el vien– to se llevó» y «La casita en la pradera». La vigencia del Western se debe a esta necesaria glorificación de los co– mienzos que ocurre en los hombres y en las sociedades, con la ventaja para los yanquis de que la narración se ha hecho y sigue haciéndose no tanto por el libro y las cinco artes, sino más bien por el Séptimo Arte, el Cine. La ima– gen de Estados Unidos, su historia, su versión para el mundo y su acción sobre él, imperio o hegemonía, se mitifican y se divulgan por el Cine. Acaso esa es la razón de la perviviencia del Western y de su inimitabilidad fuera -su parodia resulta siempre hueca y ridícula, aun cuando se pretende esa parodia- el consistir en la vida real y sus humanidades, de un gran pueblo y nación, que forzadamente sobrelleva grandezas y servidumbres. A propósito de la muerte de John Ford, uno de los épicos del cine, se han hecho comparaciones hiperbólicas, pero justas, con el Poema del Cid, Rolando y los Nibelungos. La Saga norteamericana, su épica, corta historia, amplio camino hacia la ilusión sagrada del Oro y complejo de sus pasiones e intereses, desemboca en sublimación económica, industrial, de lucro y violencia, imperio moderno. De ahí la exaltación a una cierta moral y características del quijote yanqui y esquivo, que da grupas a su caballo hasta quedar en una significativa presencia humana, histórica rebosante de paradojas. Estados Unidos nunca ha dejado ser Oeste y Guerra de Secesión; país donde «todos se odian»; de anhelada segregación nunca del todo realizada y cada vez menos. Es este un contraste real del vivir americano ante su otra realidad: las ganas de vivir pacíficamente, de ser amados y amar. En este contraste de dos poderes y tendencias estriba la insatisfac– ción, la desazón y el infortunio radical de tantas y tantas gentes de esta nación. Ahí está la clave de sus aspectos; también el de su derrota cultural y espiritual, en definitiva. A no ser que «se conviertan». Quizá estamos con- 340

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