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Ti.» «¡Qué buen amigo tenemos en Jesús!» y «La antigua áspera cruz.» El sacerdote terminó su ritual con la conocida expresión de que el cuer– po de Charles Hale habría vuelto a la tierra de que fue formado. Terminado el sepelio, todavía en el camposanto, la banda de jazz se hizo «resurreccional,» triunfante, gozosa hasta el vértigo, con sus trompetas, oboes, clarines y tambores y se adentró en las calles de la ciudad. Cortejo y espectadores la seguían, marcando el ritmo con palmadas, movi– mientos de todo el cuerpo e insinuaciones de danza en un avance entrecor– tado y curioso, estallante de color. Era la música del himno que dice: «Mientras los Santos marchan.» Los fieles parecián cumplir alegremente su itinerario de hermandad celestial. La banda y el público, de negros y blancos ya a los pocos pasos, celebraban la muerte resurreccional con una escena que acaso pudiera parecer muy de «después del concilio,» pero que es muy antigua entre los cristianos de color. Porque saben que morir da pena; pero la esperanza es confortante, y resucitar es alegre. FATIMA Y ESTA EDAD APOCALIPTICA Fuera de Portugal, es seguramente en el catolicismo norteamericano donde se percibe más la devoción a Nuestra Señora de Fátima. Altares, rec– torías, jardines y patios son capillas abiertas a la luz del sol y del templo. En contacto con los céspedes deportivos de los colegios y escuelas parroquiales, entre flores y árboles, resplandecen la blancura y mansedumbre de la Virgen de Fátima. Ante su imagen tienen lugar actos de culto y devoción: rezos del rosario, consagración de familias y matrimonios, renovación de las pro– mesas del bautismo en las primeras comuniones, coronación de mayo por niños y niñas y gestos de afirmación militante católica por parte de los cur– sillistas. Todo es una manifestación más de la devoción mariana de los católicos norteamericanos. No en vano erigieron en el campus de la Univer– sidad Católica de Washington el templo nacional a su Patrona de los Estados Unidos, la Inmaculada Concepción. El sosiego de esta piedad coincide con la inquietud ante los signos catastróficos de nuestro mundo contemporáneo, que tanto se relacionan con las predicciones de Fátima. Su verificación mentaliza la actitud religiosa de muchos fieles, tal como se pone de manifiesto en la conocida obra de Robert Bergín: Esta Edad Apocalíptica. La Aparición de la humilde aldea portuguesa se ilumina misericor– diosamente, sin dejar de ser conminativa, sobre la efervescencia sulfurosa del panorama conflictivo yanqui. Los mensajes siguen pendientes. El mun– do claudica, no ora y no se enmienda. Estados Unidos pacta con el orbe comunista y se advierte decadente. La defección es universal, y tiene su núcleo activo en Estados Unidos, cabeza y brazo del mundo occidental, de 32

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