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toresco, chocante para muchos, no sin cierto humor, tan representativo del yanquísimo Tío Sam. Durante las competiciones por la Presidencia -por algo se dice «co– rrer» por la presidencia-- se nos informa por todos los medios de comuni– cación, de dentro y, sobre todo, de fuera, que en estas elecciones se juega el destino de los Estados Unidos y hasta del mundo, al menos, el occidental. Es muy probable que ello sea así y que los norteamericanos se complazcan en la convicción de sentirse los amos decisorios del mundo. Pero lo aparente sigue siendo que sólo tratan de resolver una cuestión doméstica, aunque esa domesticidad, por ser la suya, es lo más importante sobre la tierra. McGovern y míster Nixon, Jane Fonda y Angela Davis, igual que el evangelista Willy Graham, se saben piezas vivas de la misma máquina histórica, fraguada por la Constitución, echada a andar hace poco más de dos siglos. Cada uno puede decir, recordarle a la Constitución, la cita: Yo no soy la bandera; no, en absoluto. No soy sino una sombra. Yo soy lo que tú hagas de mí. Nada más. Como es humano, ocurren en este grupo confederado te tantas patrias, dolorosas inconsecuencias de toda índole, particularmente las que se refieren a sus «oportunidades para todos», la libertad, el sentido nacional supuestamente «puritano» y la enorme confianza en sus poderes. Unos ejemplos. Hay norteamericanos que opinan que el programa de los «Apolos» ha sido un espectáculo de circo para distraerlos de los problemas internos y más apremiantes. Otros, con más precisión, creen saber que han terminado la fase de viajes heroicos y van a comenzar las investigaciones, y éstas sí que serán menos espectaculares, pero decisivas y de verdad nuevos «pasos». Co– mentaba un oficial de la NASA: Lo que sucede es que nos hemos acostumbrado a soñar y esperar menos y a hablar más bajo. Las inconsecuencias son más sensibles en el campo religioso, donde precisamente el ordenamiento es más libre. La iglesia mormónica ha afir– mado -aunque es fácil que rectificara prontó- su política de excluir a los negros de su sacerdocio, a la vez que respalda sus derechos civiles, según una carta de Salt Lake City, su ciudad santa. En ella dicen: 336 Creemos que el negro, como cualquier otra raza, debe tener sus derechos constitucionales íntegros como miembro de nuestra sociedad, y esperamos que los miembros de la Iglesia en todas partes han de vigilar y comprobar que esos derechos se man– tienen inviolables. Todo ciudadano ha de gozar de iguales opor– tunidades y de la misma protección bajo la ley en lo que toca a
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