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bre busca ser «árbitro final)). Alan Harrington, en su libro «The Inmortalist», reafirma una idea que presenta como moderna y es la más antigua de la humanidad: La muerte es una imposición al ser humano, y no es aceptable. Su llegada es ya una situación in– mortal de divinidad. Así resulta, como piensa la psicóloga Elizabeth Kubler-Ros, que al «deshumanizar la muerte» se la «desdiviniza» y, a la par, se reemprende el camino de su liberación hacia lo divino, piadoso y ritual. Entretanto, cien pequeñas humanidades van teniendo lugar por parte del inerme ser humano a punto de partir. Desde su hipotética tienda de oxígeno, mira como si expresara: ¡Gracias de todos modos, por haberlo in– tentado! Casi siempre ocurre el gesto de tender la mano a otra mano. Es la postrera petición de lo inexpresable. Antes, cada quien ha pensado que le queda únicamente un asunto que quisiera dejar resuelto. Después, ya no le importaría aceptar lo que fuere. Sobreviene, no obstante una leve sonrisa, porque, al fin, nada importa. No hay tema. Todo está correcto. Alguien, una pecadora, sospecha que Dios no va a entender bien por qué ella se «vuelve a Dios» precisamente ahora y no antes, cuando en realidad nadie comparece en ese momento con las manos vacías. Un médico testifica, que, a fuerza de ver reacciones así, se ha hecho religioso de manera ineclesial. Ante el «por qué a mí ahora», no hay que escandalizarse de que el paciente se queje y hasta se aíre y así haga resaltar más la situación em– barazosa de quienes le rodean impotentes y enamorados. No hay respuesta. No por eso se deja de ser buen cristiano, ni bien agradecido. Siempre se puede dar alguna esperanza. Algunos moribundos muestran la gracia de confortar más que de ser confortados. La tranguila aceptación adviene más imprevisamente de lo que se piensa. Un tacto dice más que cualquier apa– sionamiento y, a veces, es toda la religión de tantos. Aquella diminuta, católica y solitaria señora de Vermont conservaba su casa inmaculadamente limpia y pulcra, así como el aseo de su frágil humanidad impregnada de serena conciencia. Preguntada por qué lo hacía, dijo: «Cada noche antes de acostarme dejo mi casa en orden de morir. Hay que estar decente para la gran recepción». Y dejaba la puerta levemente candada, para que cualquiera e'ñtrara con facilidad. La última vez que Eddy Gray, sesenta y ocho años, fue visto en sociedad, estaba radiante, juvenil, modesto y sonriente. Sus largos años de repartidor de leche y su furgoneta blanca, tintineante de campanillas que anunciaba helados para los niños, y sus espontáneos servicios de recoger perros, locamente alejados de jardines y hogares, le habían hecho fraternal e imprescindible en el barrio de cocoteros, flamboyantes y buganvillas. Era 332
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