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bien la exclamación Shakespeare: «¡Qué pobres son los que no tienen pa– ciencia!». CIPRESES La prestancia de los cipreses se aquilata en la paz que cimbrea en claustros y camposantos. En nuestras latitudes latinas sugieren el descanso eterno y la aceptación piadosa de un tránsito necesario y esperanzado. Sin embargo, en los cementerios estadounidenses, que tienden a ser asépticos y confortables con simplicidad, no abundan los cipreses, al menos como los hay en una villa romana o en un carmen granadino. Son frecuentes en cam– bio y plácidamente elegantes en patios y jardines. Un conglomerado humano de doscientos cuarenta millones de seres, donde hay dieciocho millones en edad de sesenta y cinco para arriba y donde doce millones mueren cada año y un ochenta por ciento, aparte de los accidentes de toda índole, fallecen en hospitales, casas de retiro y de beneficencia, estatales o privadas de suerte que la agonía y la defunción suelen ocurrir fuera del hogar, es lógico que haya logrado cierto estoicismo ante la realidad abundosa de la vejez y una lucidez fria, al mismo tiempo in– vestigadora con la mayor exactitud posible. Sin hacer comparaciones, en el fondo, este pueblo, por otra parte, es una comunidad intensamente sen– sibilizada para el tránsito. Además de las «academias para morir», hay ideologías y actitudes dignas de tenerse en cuenta. No hace mucho la Asociación de Periodistas Religiosos, premió a un escritor del gremio sobre cada uno de estos temas: demandas de los negros, las nuevas experiencias ministeriales y litúrgicas, el ateísmo, los cambios en la predicación y las más recientes actitudes ante la muerte. Una observación inmediata es que el comportamiento anímico y social de médicos, clérigos y psicólogos constituye un campo lleno de sorpresas, en cuanto que suelen eludir el tema de su propia mortalidad. Uno de los pro– cedimientos de investigación es encuestar a pacientes y moribundos acerca de sus circunstancias y reacciones, echando mano, a veces, de la televisión. Se intenta inculcar la idea de que se aproxima, y acaso estamos viviendo en ella, una generación «Death free», «libre de muerte», o sea una generación que puede pasarse durante veinte años sin la experiencia de la muerte de ninguno de sus miembros, de manera que en la comunidad vayan desapare– ciendo la idea y el susto de la muerte, ya que no se logre su desaparición en cuanto hecho. El óbito será preterido como «algo que no va a ocurrir y se le desligará de su carácter de pena del pecado». Afirma el zanatólogo Fulton: El hombre moderno rehusa aceptar la inevitabilidad de la muerte. Con la muerte, lo mismo que con el nacimiento, el hom- 331

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