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ese trance supremo. La doctora Elizabeth Kubler pasa visita a una enferma de 28 años, que agoniza, con el teléfono entre manos, y logra decir: «Sólo quería ori algún ruido». El teléfono zumbaba. Los pacientes en su última etapa se sienten «totalmente solos, terriblemente solos». Hay quien percibe los mejores aromas en su vida. Otro paciente suplica: «Míreme, por favor, Aún no estoy en la caja». Incluso con pocas excepciones, necesitan «hablar de ello», cuando ellos están preparados, no cuando lo estén ustedes. Otro aspecto de los estudios zanatológicos es el que se refiere a las reac– ciones de los profesionales más afines con los hechos biológicos de la extin– ción. Dice un médico: «A ningún doctor le gusta que se le recuerde su propia mortalidad, y en todo caso lo conciencia de sí mismo como enfermo y moribundo es más viva que en otras personas». En el fondo no debe extrañar la constatación de que los sujetos de fe muy fuerte y los ateos radicales soportan mejor la muerte que los semicreyentes y tibios o los que tienen solo una fe vacilante, pero no suficiente para aliviarse de conflictos y miedos. En cuanto a los ministros religiosos, ordinariamente, si su ministerio no es mera rutina, se encuentran en situación embarazosa ante los enfermos y ante sí mismos, de modo parecido a la situación de los médicos, porque unos y otros parecen no haber logrado una actitud definitiva con respecto a su propia defunción, y por otra parte, al saberse adscritos a una realidad tan cotidiana, se sienten un poco «un ornamento más de las pompas fúnebres», y asimilados a la indiferencia inevitable de sus quehaceres. El director del Centro Zanatológico de la Universidad de Minnesota afirma que se están produciendo cambios fundamentales en las conductas respecto a esta postrimería. A ello contribuyen las incineraciones, las hiber– nizaciones, las donaciones de restos, los trasplantes y la familiaridad de las ciencias biológicas. Todo lo cual puede contribuir a una cierta irrealidad de la muerte y corroborar su «superficialidad» como «hecho banal». Bien mirado, esta legítima osadía de la ciencia para encararse a la muerte con serenidad, realismo y deseos de dominarla, está superada por las ascesis cristianas -y espiritualistas en general- de la «preparación para la muerte» de todos los tiempos, excepto acaso en los nuestros en los que esas «preparaciones» del tránsito para la eternidad no se frecuentan y se sustituyen por estas legítimas curiosidades más o menos científicas que, a pesar de todo resultan tener algo de macabras, y que sólo pueden ser gloria si entre ellas sigue Dios. El anciano yanqui, por su parte, suele ser de fibra y sabe muy bien lo que es aguantar y permanecer niño, cosas tan valiosas como el estoicismo y la impasibilidad. En uno de sus ancianatos esta exhortación de Christian Morgenstern: «Sufrid y aguantad. Vendran tiempos mejores. Todo debe servir al que permanece animoso. Sufrid y aguantad, viejos niños». Ningún viejo americano se deprime por está ascética realista. Conoce 330

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