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extrañas al hombre. Haz que nuestros alimentos y su sazón, a través de sartenes, cazuelas y pucheros, resulten salud, fuerza, moderado placer, delicioso gusto y continuación de nuestras jornadas hasta que el Señor quiera. Cuida el pan, el queso, la carne, el aceite, la mantequilla, el azúcar y la sal, el fuego y las calorías. Sabemos que algún día terminará esta pro– videncial y sabrosa necesidad de echar mano contidianamente de los ser– vicios de la cocina. Entonces, cuando ello llegue y nos presentemos ante el divino rostro de tu Hijo, recuérdale que Tú misma fuiste su Sierva y su Ama de casa, además de su Madre. Y ruega por nosotros». El CUARTO DEL ENFERMO Un tema de conversación más frecuente de lo que pudiera suponerse es el de la enfermedad. Se ha hecho observar que quizá por eso de los che– queos, los seguros, la multiplicidad de específicos y la noble preocupación por el estado sanitario, que alcanza tanto a los individuos como a las co– munidades, la enfermedad se ha convertido en un hecho social. Quizá hay menos enfermos domiciliarios; pero hay más salas de hospitales. Y tanto en las casas particulares como en los «números» de las clínicas, sigue existien– do el «cuarto del enfermo». En pocas circunstancias se necesita más la presencia de Dios y de hecho en ninguna se hace más actual que cuando la salud se deteriora. El cuarto del enfermo es impresionante, suavemente impresionante. Mucho más im– presionante es la sala mortuoria de un velorio. Pero esta escena rebasa la sensibilidad humana, reducida de ordinario a las realidades de aquende la tumba, y se queda paralizada ante los presentimientos y misterios del más allá. En cambio en el cuarto de nuestro enfermo la sensibilidad conserva matices de ternura y de delicadeza que no pueden desvanecerse ni siquiera por el pensamiento de que muy poco podemos hacer por nuestro enfermo. Cierto que tenemos la tendencia a rehuir el espectáculo de la enfermedad. Por eso mismo, la bondad espontánea de hacerlo resulta una de las formas más auténticas del amor y de la caridad. Todos hemos estado enfermos alguna vez y todos tenemos sobradas ocasiones de asistir a los enfermos de nuestro círculo de amistades y de nuestro ámbito familiar. Ahora nos interesa la actitud del enfermo, la misma nuestra cuando hemos estado enfermos y nos hemos visto asistidos por familiares o amigos e incluso por los y las profesionales de la asistencia, médicos y enfermeras. Este enfermo se ha recuperado y recuerda cómo estuvo y cómo se sintió atendido. Como es natural, la mirada, el pensamien– to, el recuerdo y a veces la pluma del enfermo, ya convalecido, van hacia la persona determinada que le asistió. Y expresa su reconocimiento: Sí, recuerdo muy bien tu bondad, más bien que el deber, con que me atendiste. Aquellas investigaciones y preguntas cargadas de interés, de tacto y delicadeza para no sobresaltarme. Yo era el mudo testigo de tu cuidadosa 328

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