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«entrañablemente,» «desde el hondón del alma» como dijera Fray Juan de los Angeles. Nuestro cristianismo nos resulta a veces, y lo expresamos, in– sípido y conflictivo, porque nó amamos así a Cristo. Este Amor-Pasión a Cristo será tanto más intenso y sereno cuanto más inteligente, sacramental y pura sea nuestra Fe. La conjunción de Fe y Amor es la más excitante coyuntura de nuestro tiempo. El Amor-Pasión a Cristo puede ser hoy más bravo y más limpio que nunca. Dentro de esta actitud cristiana cabe tanto la emoción considerada latina como el lirismo de la devoción anglosajona. Las expresiones del Libro de los Proverbios son tan hermosas que huelen a pomarada: «Manzana de oro en bandeja cincelada de plata es la palabra dicha a tiempo.» (2, 11) Y han servido a John R. Rice para su antología de poemas religiosos Manzanas de oro. En uno de ellos canta el amor a Cristo en sus seguidores: En Cristo no hay Este ni Oeste; en El no hay Norte ni Sur. Sino el seguimiento enamorado de su Amor a través de la ancha tierra. También esto es yanqui. EL ENTIERRO DE UN AFICIONADO AL JAZZ En el cementerio católico de San Luis, en Nueva Orleans, una banda de jazz ha hecho resonar sus metales dolidos y palpitantes ante el cadáver de Charles Hale, antes de hacerlo descender a la sepultura, junto a la cruz alzada y el sacerdote vestido de capa pluvial, negra y dorada ahora blanca. Lo extraño no es que sonara tal música en el cementerio, sino que lo ex– traordinario era que por primera vez el muerto era un blanco católico a quien se dedicaba este funeral de jazz, cosa corriente para los fallecidos negros de cualquier confesión cristiana que sean. Charles, nacido en Nueva Orleans, de 29 años, adoraba el jazz, este música afro-americana de ritmo sincopado y punzante a veces, con sus retazos de melodías nerviosas y extáticas, hechas de estridencias metálicas y caricias de fuego. Charles Hale murió de un ataque al corazón en casa de una hermana suya a la que había ido a visitar en Pittsburg. Murió mientras escuchaba el tema cuyo título es: «La muerte de un músico de jazz.» Sus familiares trajeron su cuerpo a la tierra de la música que él tanto amó. La banda dejaba oir sus variacione tristes, entrecortadas y a ratos ululantes al borde mismo de la sepultura, mientras sus gentes de color plañían, accionaban, oraban y vertían lágrimas, casi estrellas sobre sus rostros de azabache. El director de la banda se movía vivo y acompasado, ceremoniosamente atento a la instrumentación y a las voces cuyas tonadas eran bien conocidas de los acompañantes al entierro: «Un paso más cerca de 31

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