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ante la criatura palpitante que Dios y su propio acto de amor le han regalado: Le lavo sus piececitos y al lavarlos rezo: ¡Seiíor, consér1'aselos siempre limpios y aptos para seguir la vía estrecha! Lavo sus manitas e intensamente pido: ¡Seiíor, que siempre sepan aceptar los más humildes quehaceres! Le limpio las manchas de sus rodillas, y suplico: ¡Que ellas se doblen sólo ante las victorias que se ganan conforme a tu voluntad! Lavo sus vestidos tan prontos a mancharse; y oro: ¡Seiíor, que sus vestidos por todo la eternidad sean tu ropaje de rectitud! (Bárbara Comer Ryberg) Ahí está la fiesta de la madre, celebración que acapara los nombres más entraiíables y gestos más líricos por un lado, y por otro las siquiatrías más desilusionantes. Así esta fiesta es encantadora, cursi, sensiblera, nostálgica, comercial, la más justificada, demasiado humana, pura animalidad, «mamismo», complejo de Edipo, divina, cósmica, vegetativa, el culto más varonil. Pero nada es capaz de disolver el núcleo de la corporeidad y del espíritu de la madre. De inmediato, para el nacido humano, no hay otra realidad. Las otras realidades advienen tras ésta. En cualquier caso, la madre es el ser a quien podemos aplicar lim– piamente la beatitud de Bordeaux: «El que olvida su propia felicidad para lograr la de otros, encuentra la suya por aiíadidura». Nada puede destruir su valor y significado del hecho de ser madre, engendrardora, paridora y artífice del hombre. No se puede eludir la urgente necesidad de ser lírico, y así a los pies de la madre, cualquier madre, incluida la Iglesia, ponemos este ramillete de cinco flores próceres, como representación de todas las flores yanquis. Flores que tienen la suerte de recibir más admiración, desvelo y cariiío que las demás del mundo, excepto acaso en el Japón. «Cinco flores para la madre»: 318 Madre, para tí las flores, y en primer lugar la ROSA. Se sentirá más hermosa al aspirar tus amores.

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