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sionado !... La devota trató de explicarle que era un cántico para antes de la Comu– nión, cantado por coro y público de latinos, y que se refería a Cristo 1 a quien se recibe en el Sacramento de la Eucaristía, el Sacramento de la Gracia y del Amor. Si uno no está muy familiarizado con el amor cristiano o si no lo ha convertido en rutina, es muy difícil que encuentre normales esas efusiones líricas y fervientes, llenas de sentimientos de adoración, de culto sobrenatural y estético a Jesucristo Nuestro Señor. Porque se trata de Amor-Pasión de Cristo, y a Cristo: del amor con que El nos ama apa– sionadamente y del amor con que nosotros le amamos o quisiéramos amarle. Vivimos tiempos en que profetas profetizan sobre crisis de Fe y de Esperanza. Y con razón. Y acaso resulte significativo el hecho de que hablar de Amor-Pasión suene un poco a excéntrico y desde luego inusual. Sin em– bargo, recordemos que el Evangelio aduce la frigidez de la caridad como síntoma de catástrofe y acabamiento. (Mat. 23, 12) Pasión significa, en este caso, inclinación, preferencia muy viva, vehemencia y, por supuesto, acción de padecer. Hay una pasión por ex– celencia: la Pasión del Señor. Pero ¿cuál es la causa agente, ejecutiva de ese padecimiento voluntario, vehementemente deseado y superado por Cristo? Desde siglos, hay un himno litúrgico que se repite en el tiempo de Pascua y que nos da el nombre de ese agente responsable e inspirador de la Pasión. Canta así: Cantemos a Cristo Príncipe, cuya divina Caridad le hizo derra– mar su Sangre sagrada, y los miembros de cuyo maravilloso Cuerpo inmoló el Sacerdote Amor. He ahí el autor de la Pasión de Cristo: el SACERDOTE AMOR. Ahora entenderemos esa hermosa tendencia que procura resaltar, aún en la Cuaresma y en la penitencia cristiana, el gozo de la Redención Dolorosa. Porque si algo hay que pueda hacer extasiador, es el amor. Chesterton afirmó intuitivamente: «El secreto de Cristo Dios en la cruz fue su Alegría.» Una alegría de Divinidad que ama infinitamente y una alegría de Humanidad que ama, como dijo el mismo Cristo, «hasta el extremo.» La vehemencia del dolor y de los excesos amantísimos, simultaneados con la infinita serenidad del Redentor-tal como lo sugiere, por ejemplo, Velázquez en su «Cristo»-tiene que encontrar siquiera una relativa reciprocidad de nuestro amor hacia El en nuestra actitud de cristianos. Si amáramos así, quizá las discusiones de ahora, las angustias públicas e ín– timas, las exacerbaciones de nuestros deseos, nuestras rebeldías y cobardías parecerían trivialidades, como les parecieron y les parecen a todas las almas místicas cristianas, que todavía quedan. Las cuales padecen, sienten todo el esplendor y la miseria de la humana pecabilidad y esforzada lucha por la perfección íntegra. Pero gozan y triunfan porque aman a Cristo 30

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