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madre, oh madre mía, ya sé qué plegarias me salvarían. Cuaresma es tiempo de Viacrucis. Cualquier cristiano puede con– templar que María, madre de Jesús, asistió sustancialmente en el Nacimento del Salvador, y asiste también, como mujer madre, al pie de la Cruz. Decir que el Viacrucis es alegría y gloria no es una contradicción ni una paradoja literaria; es un dogma. El Víacrucis ciertamente fue y es una acer– ba amargura. Por algo el primer Víacrucis tuvo lugar por la calle: la Calle de la Amargura, y su primer sacerdote y paciente fue nuestro Señor Jesucristo. Fue en el Huerto de Getsemaní, dijo a sus discípulos: «Mi alma está triste hasta la muerte.» Y luego oró: «Padre, si es posible, que pase de mi este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». A lo largo de aquel Viacrucis le acompañaron las almas más valientes y más enamoradas, así como también las más débiles, pues no hay mayor debilidad que la crueldad y el frío del corazón. Pero lo importante fue que ese Víacrucis fue el que eligió el mismo Dios, para verificar algo tan profundamente alegre y glorioso como es la Redención del hombre. En la cima de una calle que termina en una colina, la del Calvario, Cristo verificó la Redención por medio de la Cruz. Ahí está la tragedia. Y a la vez el gozo y el triunfo de los redimidos, y del Redentor. No es, pues, absurdo hablar de la alegría y de la gloria del Viacrucis. Digamos primeramente, en consecuencia, a Jesús en su Viacrucis, esta décima de dolor. Para dolor, tu dolor de Dios y Hombre verdadero. El Hombre toma el valor de Dios; y Dios, justiciero, al hombre clava en su amor. ¡Dáme lágrimas de luz y penas de enamorado: de esas que prestan virtud, para vivir a tu lado muriendo los dos en Cruz! Pero somos redimidos, y como tales cantemos esta décima de alegría ¡Crucificado Jesús! traigo mi humilde alegría al pie de tu amada cruz. Es gozo de gratitud por tu cruz y por la mía. Tu muerte ha sido el amor que venció en mortal porfía. Es mi delicia mayor 315