BCCCAP00000000000000000000550

desilusiona por la exacta repulsa de esta alma cándida yanqui a su querido Cristo castellano, madrileño y andalúz, de Velázquez. Se siente trasladado a otro punto de vista no habitual para él. Contempla la tragedia de belleza y barbarie de la muerte de Cristo, y se reafirma en su convicción teológica y estética de la decencia sublime del Hombre-Dios muerto, y, a la vez, sigue coincidiendo en gran parte con esta americana, de apariencia fría, piadosa, de comunión diaria, de manos al volante y de normas de moralidad y de ascética confortables y activas. Este Cristo es trágico, es demasiado paciente y dolorido, quizá anestesiado por ello, y así está tranquilo en su fracaso. Da pena verlo, no sólo ternura. Es un Cristo de padecer, de morir, de descansar. Su paz sugiere la nada. La señorita Nancy Me Donell prefiere otro Cristo, otro Crucificado. No se trata del Cristo Resucitado, cuya contemplación y adoración tanto se reclaman ahora como novedad por los liturgistas y de cuya emblemática eterna de Cristo glorificado se quiere hacer una perspectiva más aliviada para el cristiano y el hombre. El Cristo que admira la señorita Nancy Me Donell sigue siendo crucificado y es también de un español. En una de las paredes de la rectoría, detrás de la silla giratoria donde ella despacha documentos de vida cívica, sacramental y eterna, pende una reproducción amplia del Cristo de Dalí, que también llaman de San Juan de la Cruz. Ahí está Cristo entre el cielo y nuestro planeta, en profundo escorzo, volcado sobre la luz, las nubes, el aire y la tierra, ojos, boca y corazón hacia el suelo. Este Cristo para la americana Nancy Me Donell es una bendición hecha carne y ensueño, una estrella más, un fulgor técnico de la colabora– ción de Dios y de la Nasa, un sueño posible, una cuestión de sabiduría y amor, siempre pendiente entre Dios y los hombres. URGENCIA DE AMOR-PASION A CRISTO Las puertas entreabiertas de una iglesia católico-romana del sur de la Florida permitían que llegasen hasta la calle estos versos y su música: Dueño de mi vida, vida de mi amor, ábreme la herida de tu Corzaón! A los cinco minutos, la gente comenzó a salir del templo y a en– tablar-costumbre hispana-sus conversaciones en el atrio y su cercano césped, tan cuidado. Una dama, de religión imprecisa, que había oído la canción desde fuera, pregunta a una devota: ¿Qué música y qué letra son esas que cantabais en la iglesia? ¿Una serenata? ¿Un «blue,» un «espiritual»? ¡Parecía tan romántico y tan apa- 29

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz