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La mula se sintió ofendida, pero comprendió que el buey tenía razón. En esto llegó un ángel. Se acercó a la cuna del Nifio dormido y le pintó una auréola en el aire al rededor de la cabeza. En seguida pintó otra sobre la cabeza de la Virgen, y otra en torno a la cabeza de José. Luego desapareció como la espuma del mar. El buey notó: -No hay auréola para nosotros, querida mula. Sus razones ten– drá el ángel para ello. Tu y yo bien poco hemos hecho para llevar auréola. La mula, un poco quisquillosa, replicó: -Tu, no habrás hecho nada; concedo. Pero yo he traído a la Virgen. El buey se quedó reflexionando cómo un ser tan delicado y bello como la Virgen pudiera haber tenido un nifio dentro de sí. La mula, como si hubiera oído los pensamientos del buey, sentenció: -Hay cosas que uno no puede comprender. Luego añadió: -No se trata sólo de la aureola. No te has fijado, querido buey, en que el Niño está como bañado en una luz de oro que llena el pesebre? El buey miró el pesebre más atentamente y quedó absorto en el oro de la paja. La mula pareció participar en las ideas y sentimientos del buey. Luego quedaron ambos como si hicieran oración. No nos consta la oración de la mula. De la oración del buey sólo sabemos el principio, pues la mula se la interrumpió. El buey empezó: 29'2 -Oh Niño celestial, no me juzgues por mi cara de idiota, pasmado y aburrido. Algún día quizá deje de ser algo más que un peñasco que anda. Enséñame algo de tu perfección. Te doy gracias porque me has hecho capaz de arrodillarme delante de tí. Me siento como los ángeles y las estrellas ... La mula le cortó: -Cállate ya! ¿Qué estás ahí rezongando? No ves que puedes despertar al Niño con tu desesperante rumia-que-te-rumia?

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