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mano por el lomo de los animales, sin dejar de mirar al Niño y a la Madre. Seres alados volaban alrededor y a través del establo. Parecían no importarles las paredes. José se movía muy atareado y algo decía con su hermosa y apacible voz de carpintero; pero muy bajito en tales circunstan– cias. Al amanecer, los animales no se atravían a moverse para no despertar al niño, para no aplastar ninguna flor celestial o para no darse de cara con algún arcángel. Les pareció a los animales que todo se había hecho, de repente, divinamente difícil, y que ellos ya no eran animales; aunque lo estaban pasando tan bien, por eso mismo de que eran el buey y la mula. Cuando los vecinos, pastores y labradores y algún artesano o músico, comenzaron a venir con sus regalos, la mula y el buey se sintieron preocupados por su propio aspecto, y por lo que haría y diría el Niño cuan– do los viera. La mula dijo asustada: -Le vamos a parecer monstruos. - Tienes razón -afirmó el buey. Le vamos a asustar con nuestras caras. La mula, algo animada, observó: -Mira, buey; al fin y al cabo el pesebre y la paja son cosas muy nuestras, y no le han asustado. El manso buey, terminó meditabundo: -De todas maneras, cosa triste es querer uno acercarse a los que amamos, y tengan que pensar que somos una amenaza. De repente, se sintió un estremecimiento al ocurrírsele la idea de que, al acercarse a alentar sobre el Niño, le hiriera, sin querer, son sus cuernos mostruosos. La mula intentó tranquilizar al buey: -No tengas miedo. Mira: yo le voy a enseñar mis orejas moviéndolas. Sé muy bien moverlas en todas direcciones. Son duras y flexibles a la vez. Son precisamente algo que puede divertir a un bebé. El buey replicó sobresaltado: -Por si acaso, no hagas tonterías, ni te le acerques mucho a la carita del Niño, y sobre todo, no intentes ninguno de tus hor– ribles medio relinchos. No le vayas a matar del susto ... 291

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